«Elías era tan humano como cualquiera de nosotros; sin embargo, cuando oró con fervor para que no cayera lluvia, ¡no llovió durante tres años y medio! Más tarde, cuando volvió a orar, el cielo envió lluvia, y la tierra comenzó a dar cosechas». Santiago 5: 17, 18, NTV
EN LA EXPERIENCIA DE ELÍAS se nos presentan importantes lecciones. Cuando en la cumbre del monte Carmelo oró pidiendo lluvia, su fe fue probada, pero él perseveró presentando su pedido delante de Dios.—The Review and Herald, 27 de marzo de 1913.
El siervo observaba mientras Elías oraba. Seis veces volvió de su puesto de observación diciendo: «No hay nada, ninguna nube, ninguna señal de lluvia». Pero el profeta no cejó en su intento ni se desanimó. Continuó repasando su vida, para descubrir dónde había dejado de honrar a Dios. A medida que escudriñaba su corazón, cada vez disminuía su valor ante sus ojos y ante la vista de Dios. Le parecía que no era nada, y que Dios lo era todo; y cuando llegó al punto de renunciar al yo mientras se aferraba al Salvador como su única fortaleza y justicia, llegó la respuesta. Apareció el siervo y dijo: «Veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube del mar» (1 Reyes 18: 44).— The Review and Herald, 26 de mayo de 1891.
Tenemos un Dios cuyo oído no está cerrado a nuestras peticiones, y si probamos su palabra, él honrará nuestra fe. Él quiere que entretejamos todos nuestros intereses con los suyos, y luego podrá bendecirnos sin peligro, ya que así no nos apoderaremos de la gloria cuando seamos bendecidos, sino que le daremos toda la alabanza a Dios. Dios no siempre contesta nuestras oraciones la primera vez que acudimos a él, porque si lo hiciera así, nosotros daríamos por sentado que tenemos derecho a todas las bendiciones y favores que él derrama sobre nosotros. En lugar de escudriñar nuestro corazón para ver si abrigábamos algún mal, si accedíamos al pecado, nos tornaríamos descuidados y dejaríamos de comprender nuestra dependencia de él. […]
Elías se humilló a sí mismo, al punto de alcanzar un estado en el que no se atribuiría la gloria a sí mismo. Esta es la condición bajo la cual Dios oye la oración, porque entonces le daremos a él la alabanza. […] Únicamente Dios es digno de ser glorificado.— The Review and Herald, 27 de marzo de 1913.