Ni el marido ni la mujer deben fundir su individualidad en la del cónyuge. Cada cual tiene su relación personal con Dios. A él tiene que preguntarle cada uno: “¿Qué es bueno? ¿Qué es malo? ¿Cómo cumpliré mejor el propósito de la vida?” Fluya el caudal del cariño de cada uno hacia Aquel que dio su vida por ellos. Considérese a Cristo el primero, el último y el mejor en todo. En la medida en que su amor a Cristo se profundice y fortalezca, se purificará y fortalecerá su amor mutuo.—El Ministerio de Curación, 279 (1905).
Tenemos nuestra propia individualidad, y la individualidad de la esposa no debe perderse en la de su esposo. Dios es nuestro Creador. Somos suyos por creación, y somos suyos por redención. Queremos ver cuánto podemos retribuir a Dios, porque él nos da el poder moral, él nos da la eficiencia, él nos da el intelecto; y él quiere que aprovechemos al máximo estos preciosos dones para la gloria de su nombre.—Manuscrito 12, 1895.
ENTERA SUMISIÓN ÚNICAMENTE A JESÚS
Dios requiere que la esposa recuerde siempre el temor y la gloria de Dios. La sumisión completa que debe hacer es al Señor Jesucristo, quien la compró como hija suya con el precio infinito de su vida […]. Su individualidad no puede desaparecer en la de su marido, porque ha sido comprada por Cristo.—El hogar adventista, 101 (1894).
NO DEBE ALBERGARSE EL PENSAMIENTO QUE LA UNIÓN ES UN ERROR
Aunque se susciten dificultades, congojas y desalientos, no abriguen jamás ni el marido ni la mujer el pensamiento de que su unión es un error o una decepción. Decida cada uno de ustedes a ser para el otro cuanto le sea posible. Sigan teniendo el uno para con el otro la atención que se tenían al principio. Aliéntense el uno al otro en las luchas de la vida. Procure cada uno favorecer la felicidad del otro.
Haya entre ustedes amor mutuo y sopórtense uno a otro. Entonces el matrimonio, en vez de ser la terminación del amor, será más bien su verdadero comienzo. El calor de la verdadera amistad, el amor que une un corazón al otro, es sabor anticipado de los goces del cielo.—El Ministerio de Curación, 278, 279 (1905).