Guárdame, Dios, por que en ti he confiado. Salmos 16:1.
Cuando cierta vez iba de Madrid a París, en el tren expreso Puerta del Sol, conocí una historia de soledad. Mi compañero accidental de viaje era un español de ojos tristes y arrugas en el rostro. Viajaba con la mirada perdida a través de la ventanilla.
—¿Va a París? —Le pregunte.
Me dijo que no, que se dirigía a Burgos, su tierra natal. Entonces me habló de la tragedia de vivir en una ciudad grande como Madrid.
—Vine a Madrid con mi familia en busca de trabajo. Y nada. Uno se siente solo, girando por las calles como un peón. Los perros, cuando se encuentran, por lo menos mueven la cola. Pero los seres humanos ni se saludan. Hizo una pequeña pausa, y prosiguió:
o—Una noche había llovido mucho y la barraca donde vivíamos estaba mojada por dentro. Mi hijo menor estaba con fiebre y no cesaba de llorar. Mi esposa yacía en el hospital. Llamé a los vecinos, pero ninguno tenía tiempo para ayudarme. Salí en busca de un médico, quien me dijo que el lugar era peligroso a esas horas, y que solamente iría si le pagaba el doble. ‘Me daban ganas de morir. ¡Solo… solo en medio de tanta gente!
La experiencia de ese español es la misma que la de miles y miles de personas que andan por las calles de las grandes ciudades de cualquier país. Perdida en la multitud, cada persona es un ser solitario y desesperado. Con razón, muchos psicólogos dicen que la más terrible enfermedad de este fin de siglo es la soledad.
Las ciudades absorben al ser humano. Uno no hace más que correr, des de que el día nace hasta altas horas de la noche. Párate al atardecer, en una esquina, en el centro de cualquiera de nuestras ciudades, y verás que la gente corre locamente. Nos arrastran en medio de ese torbellino. Nadie conoce a nadie. Cada uno vive su historia, cada uno corre detrás de su sueño.
Si nos parásemos a pensar que existe un Ser que se preocupa por cada persona, que se interesa por nuestros sueños y que percibe cada sonrisa y cada lágrima, el mundo seria diferente. La soledad no existiría.