¿Como se justificará el hombre con Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador? Solo por intermedio de Cristo podemos ser puestos en armonía con Dios y con la santidad; pero ¿cómo debemos ir a Cristo? Muchos formulan hoy la misma pregunta que hizo la multitud el día de Pentecostés, cuando, convencida de pecado, exclamó: “¿Qué haremos?” La primera palabra de la contestación del apóstol Pedro fue: “Arrepentíos”. Hechos 2:37:38. Poco después, en otra ocasión, dijo: “Arrepentíos pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados”. Hechos 3:19.
El arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciamos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad. Mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real en nuestra vida (El camino a Cristo, p. 23).
El verdadero penitente no echa al olvido sus pecados pasados. No se deja embargar, tan pronto como ha obtenido paz, por la despreocupación acerca de los errores que cometió. Piensa en aquellos que fueron inducidos al mal por su conducta, y procura de toda manera posible hacerlos volver a la senda de la verdad. Cuanto mayor sea la claridad de la luz en la cual entró, tanto más intenso es su deseo de encauzar los pies de los demás en el camino recto. No se espacia en su conducta errónea ni considera livianamente lo malo, sino que recalca las señales de peligro, a fin de que otros puedan precaverse
debemos aprender que en la vigilancia y la oración se halla la única seguridad para jóvenes y ancianos. Esta seguridad no se encuentra en los altos cargos ni en los grandes privilegios. Uno puede haber disfrutado durante muchos años de una experiencia cristiana genuina, y seguir, sin embargo, expuesto a los ataques de Satanás. En la batalla con el pecado íntimo y las tentaciones de afuera, aun el sabio y poderoso Salomón fue vencido. Su fracaso nos enseña que, cualesquiera que sean las cualidades intelectuales de un hombre, y por fielmente que haya servido a Dios en lo pasado, no puede nunca confiar en su propia sabiduría e integridad (Profetas y reyes, pp. 57, 60).
Testifico ante mis hermanos y hermanas que la iglesia de Cristo, por debilitada y defectuosa que sea, es el único objeto en la tierra al cual él concede su suprema consideración. Mientras el Señor extiende a todo el mundo su invitación de venir a él y ser salvo, comisiona a sus ángeles a prestar ayuda divina a toda alma que acude a él con arrepentimiento y contrición, y él se manifiesta personalmente a través de su Espíritu Santo en medio de su iglesia…
sea este nuestro lenguaje, un lenguaje que salga de corazones que respondan a la gran bondad y al amor de Dios hacia nosotros como pueblo y como individuos: “Espera, oh Israel, en Jehová, desde ahora y para siempre”… Considerad, mis hermanos y hermanas, que el Señor tiene un pueblo, un pueblo escogido, su iglesia, que debe ser suya, su propia fortaleza, que él sostiene en un mundo rebelde y herido por el pecado; y él se ha propuesto que ninguna autoridad sea conocida en él, ninguna ley reconocida por ella, sino la suya propia (Testimonios para los ministros, pp. 15, 16).