«Cristo, en los días de su vida terrena, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte, y fue oído a causa de su temor reverente». Hebreos 5: 7
ES PROBABLE QUE JESÚS HAYA PASADO MÁS TIEMPO en oración que en cualquier otra actividad. Oraba por su misión, por los enfermos, por sus discípulos, por el pecador y por la aceptación ante su Padre celestial. En el desierto ayunó cuarenta días y cuarenta noches, y sus oraciones fueron intensas. Elena G. de White afirma: «Cuando Jesús entró en el desierto, fue rodeado por la gloria del Padre. Absorto en la comunión con Dios, se sintió elevado por encima de las debilidades humanas. Pero la gloria se apartó de él, y quedó solo para luchar con la tentación» (El Deseado de todas las gentes, cap. 12,
97).
Cuando la tentación llegó, él ya había ganado la batalla mediante la oración.
Según el evangelio de Mateo, Jesús enseñó a sus discípulos a orar para librarse de la tentación, enfatizando la oración a solas con el Padre. Recomendó una oración sin vanas repeticiones, porque él ya sabe cuáles son nuestras necesidades. Es mejor una oración sincera y franca, dirigida al Padre, pidiendo en su nombre.
Jesús anhela que oremos. De hecho, la Biblia nos invita continuamente a ejercitar la oración. Oremos entonces para no caer en tentación. Oremos para estar más cerca de Jesús y ser fortalecidos espiritualmente.