«Alégrense los cielos, gócese la tierra. Digan en las naciones: «Jehová reina»». 1 Crónicas 16: 31
EL HIJO DE DIOS CIRCUNDÓ de amor a este mundo que Satanás reclamaba como suyo y gobernaba con cruel tiranía, y lo vinculó de nuevo al trono de Dios mediante una proeza inmensa. Los querubines y serafines, así como las innumerables huestes de todos los mundos no caídos entonaron himnos de alabanza a Dios y al Cordero cuando su victoria quedó asegurada. Se alegraron de que el camino a la salvación se hubiera abierto al género humano pecaminoso, y que la tierra fuera a ser redimida de la maldición del pecado. iCuánto más debemos regocijarnos nosotros, el objeto de tan asombroso amor!— El discurso maestro de Jesucristo, cap. 5, p. 160.
Todo el cielo aguardaba con impaciencia el fin de la permanencia de Jesús en un mundo afligido por la maldición del pecado. Había llegado el momento en que el universo celestial iba a recibir a su Rey. […] Con gozo inexpresable, «los principados y potestades» (Efe. 3: 10) reconocen la supremacía del Príncipe de la vida […l. Los cantos de triunfo se entremezclan con la música de las arpas angelicales, hasta que el cielo parece rebosar de gozo y alabanza. El amor ha vencido. Lo que estaba perdido ha sido hallado. El cielo repercute con voces que en armoniosos acentos proclaman: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Apoc. 5: 13). Desde aquella escena de gozo celestial, nos llega a la tierra el eco de aquellas admirables palabras de Cristo: «Yo subo a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes» (Juan 20: 17, RVA15). La familia del cielo y la familia de la tierra son una. Nuestro Señor ascendió para nuestro bien, y para nuestro bien vive.— El Deseado de todas las gentes, cap. 87, pp. 787-790.