“Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida”.Apocalipsis 2: 10
LOS QUE ESPERAN son los que serán coronados de gloria, honor e inmortalidad. No es necesario que hablemos de los honores del mundo, o de las alabanzas de los que el mundo considera grandes. Todo eso es vanidad. Si el dedo de Dios apenas los tocara, inmediatamente volverían de nuevo al polvo. Anhelemos el honor que es permanente, el honor que es inmortal, el honor que nunca perecerá. Esta corona es mucho más rica que cualquier corona que jamás haya adornado las sienes de un monarca.— Review and Herald, 17 de agosto de 1869.
Después vi un gran número de ángeles que traían de la ciudad brillantes coronas, una para cada santo, cuyo nombre estaba escrito en ella. A medida que Jesús pedía las coronas, los ángeles se las entregaban y con su propia mano el amable Jesús las colocaba sobre la cabeza de los santos. Asimismo los ángeles trajeron arpas y Jesús las entregó a los santos. Los directores de los ángeles comenzaban la nota del cántico que era luego entonado por todas las voces en agradecida y dichosa alabanza. Todas las manos pulsaban hábilmente las cuerdas del arpa y dejaban oír melodiosa música en fuertes y perfectos acordes. [. . .]
Dentro de la ciudad había todo lo que pudiera agradar a la vista. Por todas partes los redimidos contemplaban abundante gloria. Jesús miró a sus redimidos santos, cuyo semblante irradiaba satisfacción y, fijando en ellos sus ojos bondadosos, les dijo con voz tierna y melodiosa: «Contemplo el trabajo de mi espíritu, y estoy satisfecho. De ustedes es esta excelsa gloria para que la disfruten eternamente. Terminaron sus pesares. No habrá más muerte ni llanto ni tristeza ni dolor».
Vi luego que Jesús conducía a su pueblo al árbol de la vida I El árbol de la vida daba hermosísimos frutos, de los que los santos podían comer libremente. En la ciudad había un trono brillante, del que manaba un puro río de agua de vida, clara como el cristal. A uno y a otro lado de ese río estaba el árbol de la vida, y en las márgenes había otros hermosos árboles que llevaban fruto bueno [. .
Las palabras son demasiado pobres para intentar una descripción del cielo. Siempre que se vuelve a presentar ante mi vista, el espectáculo me colma de admiración. Extasiada por el insuperable esplendor y la excelsa gloria, dejo caer la pluma exclamando: iqué amor, qué maravilloso amor!». El lenguaje más sublime no alcanza para describir la gloria del cielo ni las incomparables profundidades del amor del Salvador.— Primeros escritos, cap. 69, pp. 347-348.