El Camino a Cristo Para el: 12 noviembre
Parte 2
El Señor dice: “Permaneced en mí.” Estas palabras expresan una idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: “¡Venid a mí… y os daré descanso!” (Mateo 11:28). Las palabras del salmista hacen resaltar el mismo pensamiento: “Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia.” E Isaías asegura que “en quietud y en confianza será vuestra fortaleza.” (Salmos 37:7; Isaías 30:15). Este descanso no se obtiene en la inactividad; porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso va unida con un llamamiento a trabajar: “Tomad mi yugo sobre vosotros, y… hallaréis descanso.” (Mateo 11:29). El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el más ardiente y activo en el trabajo para Él.
Cuando pensamos mucho en nosotros mismos, nos alejamos de Cristo, la fuente de la fortaleza y la vida. Por esto Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador, a fin de impedir la unión y comunión del alma con Cristo. Valiéndose de los placeres del mundo, los cuidados, perplejidades y tristezas de la vida, así como de nuestras propias faltas e imperfecciones, o de las ajenas, procura desviar nuestra atención hacia todas estas cosas, o hacia algunas de ellas. No nos dejemos engañar por sus maquinaciones. Con demasiada frecuencia logra que muchos, realmente concienzudos y deseosos de vivir para Dios, se detengan en sus propios defectos y debilidades, y separándolos así de Cristo, espera obtener la victoria. No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestros pensamientos, ni alimentar ansiedad ni temor acerca de si seremos salvos o no. Todo esto desvía el alma de la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendemos a Dios la custodia de nuestra alma, y confiemos en Él. Hablemos del Señor Jesús y pensemos en Él. Piérdase en Él nuestra personalidad. Desterremos toda duda; disipemos nuestros temores. Digamos con el apóstol Pablo: “Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dió a sí mismo por mí.” (Gálatas 2:20). Reposemos en Dios. Él puede guardar lo que le hemos confiado. Si nos ponemos en sus manos, nos hará más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.
Cuando Cristo se humanó, vinculó a la humanidad consigo mediante un lazo que ningún poder es capaz de romper, salvo la decisión del hombre mismo. Satanás nos presentará de continuo incentivos para inducirnos a romper ese lazo, a decidir que nos separemos de Cristo. Necesitamos velar, luchar y orar, para que nada pueda inducirnos a elegir otro maestro; pues estamos siempre libres para hacer esto. Mantengamos por lo tanto los ojos fijos en Cristo, y Él nos preservará. Confiando en Jesús, estamos seguros. Nada puede arrebatarnos de su mano. Si le contemplamos constantemente, “somos transformados en la misma semejanza, de gloria en gloria, así como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Así fué como los primeros discípulos llegaron a asemejarse a su amado Salvador. Cuando aquellos discípulos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad de El. Le buscaron, le encontraron y le siguieron. Estaban con El en la casa, a la mesa, en los lugares apartados, en el campo. Le acompañaban como era costumbre que los discípulos siguiesen a un maestro, y diariamente recibían de sus labios lecciones de santa verdad. Le miraban como los siervos a su señor, para aprender cuáles eran sus deberes. Aquellos discípulos eran hombres sujetos “a las mismas debilidades que nosotros” (Santiago 5:17).
Tenían que reñir la misma batalla con el pecado. Necesitaban la misma gracia para poder vivir una vida santa. Aun Juan, el discípulo amado, el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del Salvador, no poseía por naturaleza esa belleza de carácter. No sólo hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Sin embargo, cuando se le manifestó el carácter divino de Cristo, vió su propia deficiencia y este conocimiento le humilló. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que vió en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración y amor. De día en día su corazón era atraído hacia Cristo, hasta que en su amor por su Maestro perdió de vista su propio yo. Su genio rencoroso y ambicioso cedió al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter. Tal es el seguro resultado de la unión con Jesús. Cuando Cristo mora en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor enternecen el corazón, subyugan el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo.
Cuando Cristo ascendió a los cielos, el sentido de su presencia permaneció con los que le seguían. Era una presencia personal, impregnada de amor y luz. Jesús, el Salvador que había andado, conversado y orado con ellos, que había dirigido a sus corazones palabras de esperanza y consuelo, había sido llevado de su lado al cielo mientras les comunicaba un mensaje de paz, y los acentos de su voz: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20 V. Valera), les llegaban todavía cuando una nube de ángeles le recibió. Había ascendido en forma humana, y ellos sabían que estaba delante del trono de Dios como Amigo y Salvador suyo, que sus simpatías no habían cambiado y que seguía identificado con la humanidad doliente. Estaba presentando delante de Dios los méritos de su sangre preciosa, estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, para recordar el precio que había pagado por sus redimidos. Sabían que había ascendido al cielo para prepararles lugar y que volvería para llevarlos consigo.
Al congregarse después de la ascensión, estaban ansiosos de presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne reverencia se postraron en oración repitiendo la promesa: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo” (Juan 16:23, 24). Extendieron cada vez más alto la mano de la fe presentando este poderoso argumento: “¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fué levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros!” (Romanos 8:34).
El día de Pentecostés les trajo la presencia del Consolador, de quien Cristo había dicho: “Estará en vosotros.” Les había dicho además: “Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré” (Juan 14:17; 16:7 V. Hispanoamericana). Y desde aquel día, mediante el Espíritu, Cristo iba a morar continuamente en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos sería más estrecha que cuando estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían de tal manera por medio de ellos que los hombres, al mirarlos, “se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús” (Hechos 4:13).
Todo lo que Cristo fué para sus primeros discípulos desea serlo para sus hijos hoy, pues en su última oración, que elevó estando junto al pequeño grupo reunido en derredor suyo, dijo: “No ruego solamente por éstos, sino por aquellos también que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos” (Juan 17:20). Oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con Él, como Él es uno con el Padre. ¡Cuán preciosa unión! El Salvador había dicho de sí mismo: “No puede el Hijo hacer nada de sí mismo;” “el Padre, morando en mí, hace las obras” (Juan 5:19; 14:10). Si Cristo está en nuestro corazón, obrará en nosotros “el querer como el hacer, por su buena volunta” (Filipenses 2:13 V. Valera). Obraremos como Él obró; manifestaremos el mismo espíritu. Amándole y morando en Él, creceremos “en todos respectos en el que es la cabeza, es decir, en Cristo” (Efesios 4:15).
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El Camino a Cristo
CAPÍTULO 8- “ EL SECRETO DEL CRECIMIENTO ”
Por: Elena G De White
Colaboradores: Adriana Jiménez & América Lara
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