El Camino a Cristo Para el: 11 noviembre
Parte 1
En la escritura se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo se habla de los recién convertidos a Cristo como de “niños recién nacidos,” que deben ir “creciendo” (1 Pedro 2:2; Efesios 4:15) hasta llegar a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán “llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado” (Isaías 61:3). Se sacan así ilustraciones del mundo natural para ayudarnos a entender mejor las verdades misteriosas de la vida espiritual.
Toda la sabiduría e inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más diminuto de la naturaleza. Solamente por la vida que Dios mismo les ha dado pueden vivir las plantas y los animales. Asimismo es sólo mediante la vida de Dios como se engendra la vida espiritual en el corazón de los hombres. Si el hombre no “naciere de nuevo” (Juan 3:3) no puede ser hecho participante de la vida que Cristo vino a dar.
Lo que sucede con la vida, sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar “primero hierba, luego espiga, luego grano lleno en la espiga” (Marcos 4:28). El profeta Oseas dice que Israel “echará flores como el lirio.” “Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid” (Oseas 14:5, 7). Y el Señor Jesús dice: “Considerad los lirios, cómo crecen” (Lucas 12:27). Las plantas y las flores no crecen por su propio cuidado, solicitud o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios proporcionó para favorecer su vida. El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo a su estatura. Ni vosotros podréis por vuestra solicitud o esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmósfera circundante aquello que sostiene su vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, llega a serlo Cristo para los que en Él confían. Él es su “luz eterna,” “escudo y sol” (Isaías 60:19; Salmos 84:11). Será “como el rocío a Israel.” “Descenderá como la lluvia sobre el césped cortado” (Oseas 14:5; Salmos 72:6). Él es el agua viva, “el pan de Dios… que descendió del cielo, y da vida al mundo”(Juan 6:33).
En el don incomparable de su Hijo, Dios rodeó al mundo entero con una atmósfera de gracia tan real como el aire que circula en derredor del globo. Todos los que decidan respirar esta atmósfera vivificante vivirán y crecerán hasta alcanzar la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús.
Como la flor se vuelve hacia el sol para que los brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos volvernos hacia el Sol de justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo.
El Señor Jesús enseña la misma cosa cuando dice: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como no puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no permaneciere en la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí. … Porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:4, 5). Como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también vosotros necesitáis el auxilio de Cristo para poder vivir una vida santa. Fuera de Él no tenéis vida.
No hay poder en vosotros para resistir la tentación o para crecer en la gracia o en la santidad. Morando en El, podéis florecer. Recibiendo vuestra vida de Él, no os marchitaréis ni seréis estériles. Seréis como el árbol plantado junto a arroyos de aguas.
Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Confiaron en Cristo para obtener el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Mas todo esfuerzo tal fracasará. El Señor Jesús dice: “Porque separados de mí nada podéis hacer.” Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo.
Sólo estando en comunión con Él diariamente y permaneciendo en Él cada hora es como hemos de crecer en la gracia. Él no es solamente el autor de nuestra fe sino también su consumador. Ocupa el primer lugar, el último y todo otro lugar. Estará con nosotros, no sólo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando Él a mi diestra, no resbalaré” (Salmos 16:8).
Preguntaréis tal vez: “¿Cómo permaneceremos en Cristo?” Pues, del mismo modo en que le recibisteis al principio. “De la manera, pues, que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él.” “El justo… vivirá por la fe” (Colosenses 2:6; Hebreos 10:38). Os entregasteis a Dios para ser completamente suyos, para servirle y obedecerle, y aceptasteis a Cristo como vuestro Salvador. No podíais por vosotros mismos expiar vuestros pecados o cambiar vuestro corazón; pero habiéndoos entregado a Dios, creísteis que por causa de Cristo el Señor hizo todo aquello por vosotros. Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en Él, dando y recibiendo. Tenéis que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, daros a Él para obedecerle en todo lo que os pida; y debéis recibirlo todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que more en vuestro corazón, sea vuestra fuerza, vuestra justicia, vuestro eterno Auxiliador, y os dé poder para obedecer.
Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: “Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Usame hoy en tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti.” Este es un asunto diario. Cada mañana, conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a El, para ponerlos en práctica o abandonarlos, según te lo indicare su providencia. Podrás así poner cada día tu vida en las manos de Dios, y ella será cada vez más semejante a la de Cristo.
La vida en Cristo es una vida de reposo. Tal vez no haya éxtasis de los sentimientos, pero debe haber una confianza continua y apacible. Tu esperanza no se cifra en ti mismo, sino en Cristo. Tu debilidad está unida a su fuerza, tu ignorancia a su sabiduría, tu fragilidad a su eterno poder. Así que no has de mirar a ti mismo ni depender de ti, sino mirar a Cristo. Piensa en su amor, en la belleza y perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor: tal es el tema que debe contemplar el alma. Amándole, imitándole, dependiendo enteramente de Él, es como serás transformado a su semejanza.
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El Camino a Cristo
CAPÍTULO 8- “ EL SECRETO DEL CRECIMIENTO ”
Por: Elena G De White
Colaboradores: Adriana Jiménez & América Lara
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