La Vida de Cristo era de una influencia siempre creciente, sin límites; una influencia que lo ligaba a Dios y a toda la familia humana. Por medio de Cristo, Dios ha investido al hombre de una influencia que le hace imposible vivir para sí. Estamos individualmente vinculados con nuestros semejantes, somos una parte del gran todo de Dios y nos hallamos bajo obligaciones mutuas. Ningún hombre puede ser independiente de sus prójimos, pues el bienestar de cada uno afecta a los demás. Es el propósito de Dios que cada uno se sienta necesario para el bienestar de los otros y trate de promover su felicidad.
Cada alma está rodeada de una atmósfera propia, una atmósfera que puede estar cargada del poder vivificador de la fe, el valor y la esperanza, y endulzada por la fragancia del amor. O puede ser pesada y fría con la bruma del descontento y el egoísmo, o estar envenenada con la contaminación fatal de un pecado acariciado. La atmósfera que nos rodea afecta consciente o inconscientemente a toda persona con la cual nos relacionamos.