«Al orgullo le sigue la destrucción; a la altanería, el fracaso» (Prov. 16:18).
El sultán Alp Arslan tal vez haya sido el hombre más poderoso del mundo, pero no el más humilde. Cuando llegó el año 1071 d.C., sus ejércitos habían conquistado el territorio de lo que hoy son Turquía e Irán; así que se autoproclamó «León Heroico». Eso sería como decirles a tus profesores que, de ahora en adelante, te llamen «Oso Super Increíble». Por supuesto, él gobernaba su parte del mundo, así que podía llamarse como quería.
Los soldados del sultán eran grandes jinetes y arqueros que recorrían Asia usando cascos negros y rojos. Cuando llegaron al río Oxus, tuvieron que hacerles frente a varias fortalezas, una de las cuales fue defendida por un gobernador llamado Yussuf al-Kharezmi. Luego de varios días de lucha encarnizada, el gobernador fue forzado a entregarse. Fue llevado ante el sultán y condenado a muerte.
Yussuf, desesperado, sacó su daga y corrió hacia el sultán. Alp Arslan, que se enorgullecía de su reputación como arquero, les hizo una seña a sus guardias de que no interfirieran. Les mostraría que haría frente a esto él solo. Rápidamente, sacó su arco… pero se resbaló, la flecha salió hacia el costado y la daga del asesino se clavó en su pecho.
¿Alguna vez te metiste en problemas por alardear de algo? Nos sucede a todos; a los humildes, sin embargo, les sucede mucho menos seguido.
Moribundo, Alp Arslan le advirtió a su hijo Malik Shah: «Recuerda bien las lecciones aprendidas, y no permitas que tu vanidad sea mayor que tu sentido común». Parece un buen consejo para seguir. Kim