«He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí» (Gál. 2:20).
Un sábado cuando yo tenía doce años estaba dentro del bautisterio con mi padre. Él es pastor, y estaba a punto de bautizarme. Varios de mis amigos también se estaban bautizando ese día. Al observar a la gente que miraba, mayormente miembros de la iglesia adventista de Mountain View, California, me sentí especial, importante. Entonces mi padre me sumergió, y yo salí y sonreí para mi madre mientras ella sacaba una fotografía.
Años después estaba en el río Jordán, en Israel, con mi padre. Él estaba a punto de bautizarme de nuevo. Esta vez miré a mi alrededor, a los grandes cipreses que se inclinaban sobre el tranquilo río. Escuché a otros cristianos cantando himnos y realizando bautismos en ese lugar tan especial. Hasta sentí pequeños pececitos picándome los dedos de los pies, que a veces me hacían saltar.
Este es el mismo cuerpo de agua donde fue bautizado Jesús, pensé asombrada. El Hijo de Dios caminó en esta tierra. Y entonces, mi padre me preguntó si estaba lista y yo asentí. Me sumergió en el agua, salí, sonreí y lloré. Ni siquiera noté que mi mamá nuevamente sacó una fotografía. Porque esta vez no estaba pensando en mí ni en lo que estaba haciendo. Estaba pensando en Jesús y en lo que él hizo.
Mientras permanecía en el agua, vi a un grupo de tres personas con su pastor. Estaban formando un círculo, tomados de la mano; entonces,.todos juntos se sumergieron en el agua. Ellos también salieron llorando y riendo. Jesús obviamente era real para ellos también.
Algunos llevaban botellitas y las llenaban con agua del río Jordán, como si el líquido fuera sagrado. Pero yo solo quería permanecer un ratito más en un lugar donde Jesús podría haber estado… y ver que él todavía transforma vidas. Él transformó la mía, y quiere transformar la tuya. Lori