«La gente se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón» (1 Sam. 16:7).
Aunque no lo creas, había una época en que se podían comprar países. No estoy hablando de una isla diminuta en las Bahamas, como David sino de enormes extensiones de tierra, tan grandes como tu huella digital sobre un globo terráqueo.
En 1867, el secretario de estado de los Estados Unidos, William Seward, comenzó negociaciones para comprar una gran región del noroeste que era conocida como la América rusa. La zona tenía más alces que personas, y era extremadamente fría la mayor parte del año. Los rusos estaban felices de desprenderse de ella si el precio era el adecuado. Luego de que Estados Unidos subiera la oferta, Rusia aceptó venderla por 7.2 millones de dólares (que equivalía a unos 2.5 centavos por acre).
Tal vez parezca un buen negocio hoy, pero muchos entonces no estaban seguros. Le pusieron el nombre de: «La refrigeradora de Seward». Otro crítico se refirió a la zona como el «jardín del oso polar». El periódico New York World afirmó que el terreno era una «naranja chupada». No tenía nada de valor, salvo los animales con pieles, y ya los habían cazado hasta casi extinguirlos. No valía la pena aceptar ese país ni como regalo.
El New York World resultó pésimo para valorar terrenos. La tierra, que recibió el nombre de «Alaska», resultó estar llena de recursos naturales. Tan solo tres años después, abrieron minas de oro cerca del poblado de Juneau. Todo el oro que se extrajo de Alaska desde entonces tendría hoy un valor de 50 mil millones de dólares. Y también está el «oro negro». Las compañías petroleras de Alaska bombean tantos barriles que podrían pagar el precio de compra original del estado cada cinco horas.
La de Alaska es una historia buena para recordar cuando te ves tentado a juzgar el valor de un compañero nuevo, o de un sin techo con el que te cruces por la calle. Si muestras un poco de amabilidad, puedes mirar con mayor profundidad la vida de otros y ver tesoros escondidos allí. Kim