«Así que la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo» (Rom. 10:17).
¿Alguna vez estabas escuchando a un amigo, asintiendo con la cabeza con interés y manteniendo contacto visual, y te diste cuenta de que, en realidad, no estabas escuchando? Es como si tu cerebro se hubiese tomado unas vacaciones de veinte segundos y hubiera regresado justo a tiempo para escuchar a la persona decir: «Así que no comas ninguno hasta que localicen la bacteria letal».
Esto a mí me sucede bastante a menudo. Quizá sea parte de hacerse mayor, como la artritis o el interés en restaurantes pasados de moda. O quizás sea porque en el mundo se habla mucho y es difícil asimilarlo todo.
A todos nos abruman las palabras. ¿Viste esas instrucciones de seguridad que te dan en los aviones? Si puedes prestar atención a todo ese discurso, tal vez esta reflexión de hoy no sea para ti. Yo todavía no sé cuál de los extremos de la hebilla de metal debería sujetar firmemente.
Los sermones también prueban tu capacidad de prestar atención. Me da mucho placer recordarle a mi amigo Larry la vez que lo vi cabecear durante un sermón que trataba sobre los males de la pereza.
El problema con la predicación es que es muy unilateral. No nos da la oportunidad de aportar nada. Si hay una conversación, nos gusta turnarnos.
Niño 1: «Tengo una patineta nueva».
Niño 2: «Sí, bueno, yo tengo este lunar con la forma de Cuba».
Niño 1: «¿En serio? El verano pasado, fui a natación».
Niño 2: «Eso me hace acordar… ¡Puedo tocar el ‘Feliz cumpleaños’ en el piano!»
Aparentemente, tener una conversación no quiere decir que todos estén escuchando. Y escuchar es bueno. Esperamos que Dios escuche siempre nuestras oraciones.
Tendremos una relación más rica con Dios si agregamos el estudio de la Biblia a nuestra vida de oración. De esa manera, estaremos escuchando lo que él tiene para decirnos, y no meramente contándole todo lo que queremos que nos solucione. Después de todo, a nadie le gusta una conversación unilateral.