«Tú no los abandonaste porque eres Dios perdonador, clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor» (Neh. 9:17).
Kody tenía una buena vida para ser un perro. Su dueño lo amaba y cuidaba de él. Hasta lo llevaba a trabajar cada día a una empresa de forestación.
Pero la vida no puede ser perfecta para siempre. Se corrió la voz en la empresa de que se estaban transgrediendo las reglas sobre llevar a los perros al trabajo, así que Kody tuvo que quedarse en la casa. Solo. Durante horas y horas.
Un día, cuando Kody estaba muy aburrido, fue al baño para ver si encontraba algunos pañuelitos que pudiera destrozar e ir dejando por toda la casa. Mientras estaba allí, la puerta se cerró. Entonces, Kody entró en pánico. El gran perro se lanzó contra la puerta, y luego contra el inodoro. El inodoro se rompió, y el agua comenzó a salir y a mojarlo todo. Kody estaba aún más desesperado. Se puso a roer la manija de la puerta hasta que cedió, y él quedó libre. Esa era una buena noticia. Pero el agua seguía corriendo desde el baño. Y corrió durante horas y horas. La casa comenzó a crujir y a rechinar.
Ese día, su dueño volvió más tarde que de costumbre, y quizá no te sorprenda saber que se enojó mucho. Era el viernes de un fin de semana largo, así que no pudo encontrar ningún fontanero que lo ayudara. Cuando todo terminó, la casa se había hundido diez centímetros. Costó cincuenta mil dólares volver a dejarla en una condición segura y habitable. Entonces, ¿envió el dueño a Kody a la perrera luego de que le causara tantos problemas? No. El perro siguió formando parte de la familia.
Lo mismo ocurre con los cristianos. Cometemos errores. Causamos daños y dolor. Sin embargo, Dios no nos rechaza. Él nos perdona rápidamente cuando nos arrepentimos, y nos sigue considerando parte de su familia. Si nosotros, siendo seres humanos, podemos perdonar a un perro, ¡cuánto más nos perdonará Dios a nosotros! Kim