«Más vale ser pobre y honrado, que necio y calumniador» (Prov. 19:1, DHH).
No tenemos suficiente dinero, pensó Cheryl mientras conducía por el pueblito al que su familia se acababa de mudar. Los gastos de la mudanza habían sido mayores de lo esperado; y tenían cuentas que pagar en el colegio donde estudiaban sus hijos adolescentes. Mientras conducía, vio algo verde al costado del camino. ¡Billetes! Paró en el estacionamiento de un negocio y salió directa hacia la calle.
Recogió un billete de veinte dólares. Luego, otro. Y otro. Había varios billetes de diez y de cinco dólares. «Los junté tan rápido como pude», dice Cheryl. Mientras tanto pensaba en cómo aquel dinero inesperado les ayudaría a sobrellevar el mes.
Luego vio otra cosa: una billetera. Al volver a su casa, contó los billetes sobre la mesa de la cocina. ¡Había 270 dólares! Los sostuvo en sus manos. ¡Qué felicidad le daba mirarlos y saber que eran suyos!
Pero entonces, sus ojos se posaron sobre la billetera. Deseaba que no hubiera ninguna identificación adentro. Se preguntaba si debía mirar o simplemente tirarla a la basura. Después de todo, el que lo encuentra, se lo queda.
Cheryl finalmente decidió abrir la billetera. Estaba vacía, salvo por un carné de la biblioteca. En la guía telefónica había muchos nombres iguales al del carné. Ella eligió uno y llamó.
Poco tiempo después, alguien estaba llamando a su puerta. Era una jovén que acababa de recibir su sueldo y se había olvidado la billetera encima del auto. Necesitaba desesperadamente el dinero para pagar la cuota de su auto.
Yo también necesitaba el dinero, pensó Cheryl. Cuando la muchacha se fue ella se acercó al buzón. Había una tarjeta de la abuela. Adentro había un cheque por 250 dólares y una nota que decía que quería enviarles algo para ayudar con los gastos escolares de los niños.
Ahora Cheryl sabía con toda seguridad que había tomado la decisión correcta. Casi parecía que Dios estaba tan feliz con su honestidad que le vuelto a poner el dinero en las manos. Kim