«Pórtense más bien como siervos de Dios» (1 Ped. 2: 16).
Hablábamos ayer de la importancia de convertirnos en «siervas» de Dios, es decir, de comprometernos a entregarnos a él, completamente y sin reservas. Pues bien, esta entrega ha de hacerse cada día. No basta con una sola vez y ya está; hay que renovarla constantemente, como hacía, por ejemplo, un perro al que llamaremos Dog.
Dog era el perro de un hombre que lo amaba mucho (así como Dios nos ama a nosotras). Los dos, siempre inseparables, se hacían compañía mutua. Especialmente tierno era el hecho de que, todos los días, Dog iba con su amo a los tratamientos de diálisis que necesitaba para seguir vivo. Sentadito y bien portadito, Dog lo esperaba siempre a la puerta de entrada del hospital. Sin embargo, un día, su amo murió, y la vida no volvió a ser la misma para Dog. Pasó, de tener un techo y la mejor compañía, a quedarse solo y en la calle.
Una asociación protectora de animales que recibió la alerta de la presencia de un perro vagabundo por las calles, quiso recogerlo para proveerle un techo, pero Dog, vez tras vez, se escapaba del lugar para volver… ¿sabes a dónde? Efectivamente, a la puerta de entrada del hospital. Allí se le podía encontrar todos los días; en el mismo lugar. Una tarde, lamentablemente, Dog fue atropellado. Murió como un siervo fiel a su amo hasta el último momento.
Obviamente, ni tú ni yo somos animales, somos personas con voluntad propia y libertad de conciencia. Entonces, ¿qué tipo de servicio es el que espera Dios de nosotras? La Biblia lo delinea bastante bien en 1 Pedro 2: 16: «Pórtense como personas libres, aunque sin usar su libertad como un pretexto para hacer lo malo. Pórtense más bien como siervos de Dios». Ese es el tipo de entrega que Dios espera de nosotras: que, pudiendo hacer lo que queramos en un sin fin de situaciones cotidianas, decidamos hacer aquello que le da honor y gloria a él.
La servidumbre que él espera de nosotras no tiene que ver con perder nuestra libertad, sino con parecernos a Cristo quien, «siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:6-8, RV60).