Cuando las tentaciones os asalten, como ciertamente ocurrirá, cuando la preocupación y la perplejidad os rodeen, cuando, desanimados y angustiados, estéis a punto de entregaros a la desesperación, mirad, oh mirad hacia donde visteis con el ojo de la fe por última vez la luz, y la oscuridad que os rodee se disipará a causa del brillo de su gloria.
Cuando el pecado luche por enseñorearse de vuestra alma y abrume la conciencia, cuando la incredulidad nuble la mente, acudid al Salvador. Su gracia es suficiente para dominar el pecado. El nos perdonará y nos hará gozosos en Dios…
No hablemos más de nuestra falta de eficiencia y de poder. Olvidando las cosas que están atrás avancemos por el camino que lleva al cielo. No descuidemos ninguna oportunidad que, aprovechada, nos haga más útiles en el servicio de Dios. Entonces correrá por nuestra vida la santidad, como hilos de oro, y los ángeles, al contemplar nuestra consagración, repetirán la promesa: “Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el oro de Ofir al hombre”.1 Todo el cielo se regocija cuando los débiles y defectuosos seres humanos se entregan a Jesús, para vivir su vida (Review and Herald, octubre 1, 1908)