«Dichoso el que resiste la tentación porque, al salir aprobado, recibirá la corona de la vida que Dios ha prometido a quienes lo aman» (Sant. 1:12).
-Quiero unirme a la banda de la escuela -les dije a mis padres al comienzo del segundo año del secundario. -Esa es una buena idea -me alentaron-. ¿Qué instrumento te gustaría tocar?
-Me veo como flautista -respondí.
Así que, al día siguiente, me acerqué al director de la banda y le pregunté si necesitaba más flautistas.
-Siempre viene bien una flautista más -dijo con una sonrisa.
Alquilé un instrumento y comencé a tomar clases. Pero, sacar un sonido de esa varita plateada no era tan fácil como yo me había imaginado. Intenté una y otra vez ubicar mis labios en la posición correcta para expulsar más que pequeños soplidos de aire.
Cada tarde me sentaba en el piso de mi habitación, frente a un gran espejo, y fruncía mis labios de diferentes maneras e intentaba imitar a otros flautistas para producir una nota clara. Sin embargo, con suerte, emitía un chillido.
Entonces, luego de una semana, le eché la culpa a mi ortodoncia y me di por vencida. Devolví el instrumento brillante al director de la banda y le expliqué: «Me parece que no soy una flautista, después de todo».
Durante el resto del año académico, miraba a mis amigos salir en viajes de la banda. Daban conciertos algunos fines de semana y hasta fueron al sur de California a tocar en Disneylandia. Y yo me quedé en casa. En esos momentos, deseaba haber tenido un poco más de perseverancia en las clases de flauta.
A veces, no perseverar implica quedarte atrás en los viajes de la banda. A veces, implica perder mucho más. Lori