«Pondré en ustedes mi espíritu, y haré que cumplan mis leyes y decretos; vivirán en el país que di a sus padres, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Los libraré de todo lo que les manche para que ustedes no vuelvan a pasar vergüenza delante de las otras naciones por causa del hambre. Y cuando se acuerden de su mala conducta y de sus malas acciones, sentirán vergüenza de ustedes mismos por sus pecados y malas acciones». Ezequiel 36: 27, DHH
PARA EL CORAZÓN que ha sido purificado, todo cambia. La transformación del carácter es para el mundo el testimonio de que Cristo mora en el creyente. Al sujetar los pensamientos y deseos a la voluntad de Cristo, el Espíritu de Dios produce nueva vida en el hombre y el hombre interior queda renovado a la imagen de Dios (Rom. 12: 2; Efe. 4: 23; 2 Cor. IO: 5). Hombres y mujeres débiles y errantes demuestran al mundo que el poder redentor de la gracia puede hacer que un carácter deficiente llegue a desarrollarse de forma equilibrada, para hacerle llevar abundantes frutos.
El corazón que recibe la palabra de Dios no es un estanque que se evapora ni una cisterna rota que pierde su valioso contenido. Es como el arroyo de las montañas, alimentado por manantiales inagotables, cuyas aguas frescas y cristalinas saltan de roca en roca, refrescando a los cansados, sedientos y agobiados. Es cual río que fluye constantemente, y a medida que avanza se va haciendo más profundo y más ancho, hasta que sus aguas vivificantes se extienden por toda la tierra. El arroyo que prosigue su curso cantarín, dejando a su paso dones de verdor y copiosos frutos. La hierba de sus orillas es de un verde más vivo; los árboles son más frondosos y las flores más abundantes. Mientras la tierra se desnuda y se oscurece bajo el calor que la afecta durante el verano, el curso del río es una línea de verdor en el paisaje.
Así también sucede con el verdadero hijo de Dios. La religión de Cristo se revela como principio vivificante, como una energía espiritual viva y activa que lo impregna todo. Cuando el corazón se abre a la influencia celestial de la verdad y del amor, estos principios vuelven a fluir como arroyos en el desierto, y hacen fructificar lo que antes parecía árido y sin vida.— Profetas y reyes, cap. 18, p. 156