«Por tanto, amados míos, ya que siempre han obedecido, no solo en mi presencia, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocúpense en su salvación con temor y temblor, porque Dios es el que produce en ustedes lo mismo el querer como el hacer, por su buena voluntad». Filipenses 2: 12-13, RVC
LA VIDA CRISTIANA ES UNA LUCHA y una marcha; pero la victoria que debemos ganar no se obtiene por el poder humano. El campo de batalla es el corazón. Y la batalla que necesitamos reñir, la mayor que hayan podido entablar los seres humanos, es la rendición del yo a la voluntad divina, el sometimiento del corazón a la soberanía del amor. La vieja naturaleza nacida de la sangre y de la voluntad de la carne «no puede heredar el reino de Dios» (1 Cor. 15: 50). Es necesario renunciar a las tendencias heredadas, a los hábitos adquiridos.
Quien haya decidido entrar en el reino espiritual descubrirá que todos los poderes y las pasiones de una naturaleza sin regenerar, sostenidos por las fuerzas del reino de las tinieblas, se despliegan en su contra. El egoísmo y el orgullo resistirán todo lo que revelaría su pecaminosidad. Ahora bien, no podemos, por nosotros mismos, vencer los deseos y malos hábitos que luchan por predominar. No podemos vencer al poderoso enemigo que nos retiene cautivos. Unicamente Dios puede darnos la victoria. Él desea que disfrutemos del dominio propio sobre nuestra voluntad y nuestros hábitos nocivos; pero no puede obrar en nosotros sin nuestro consentimiento y cooperación. El Espíritu divino obra por las facultades y la vitalidad otorgadas a cada persona. Nuestras energías deben cooperar con Dios.
No se gana la victoria sin mucha oración ferviente, sin humillar el yo a cada paso. Nuestra voluntad no debe verse forzada a cooperar con los agentes divinos; debe someterse de buen grado.— El discurso maestro de Jesucristo, cap. 6, pp. 214-216