«Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos»
«El único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible y a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver a él sea la honra y el imperio sempiterno. Amén» I Timoteo l: 17; 6: 16
LA REVELACIÓN QUE DE SÍ MISMO dejó Dios en su Palabra es para nuestro estudio, y podemos procurar entenderla. Pero más allá de ella no debemos penetrar. Por más inteligente que sea alguien, podrá devanarse el cerebro en conjeturas respecto a la naturaleza de Dios, pero semejante esfuerzo será estéril. No nos incumbe resolver esta cuestión. No hay mente humana capaz de comprender a Dios. Nadie debe permitirse entrar en especulaciones respecto a la naturaleza de Dios. Aquí el silencio es elocuencia. El Omnisciente trasciende toda discusión.
Ni siquiera los ángeles pudieron participar en los consejos realizados entre el Padre y el Hijo al trazarse el plan de la salvación. Y los seres humanos no deben inmiscuirse en los secretos del Altísimo. Somos respecto de Dios tan ignorantes como niños; pero, como niños también, podemos amarlo y obedecerle. En vez de entregamos a cavilaciones respecto a la naturaleza y las prerrogativas de Dios, prestemos atención a lo que el mismo dijo: «¿Descubrirás tú los secretos de Dios?» (Job 11: 7).— El ministerio de curación, cap. 36, p. 303.
El ser humano no puede encontrar a Dios mediante la investigación. Nadie intente con mano presuntuosa alzar el velo que oculta su gloria. «iCuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Rom. 11:33). Prueba de su misericordia es el hecho de que su poder quede oculto, pues levantar el velo que esconde la divina presencia ocasiona la muerte. Ninguna inteligencia mortal puede penetrar el secreto donde el Todopoderoso reside y obra. No podemos comprender de él sino lo que mismo cree conveniente revelarnos. La razón debe reconocer una autoridad superior a ella misma. El corazón y la inteligencia tienen que inclinarse ante el gran YO SOY.— Ibíd., p. 311.