Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos. Oseas 14:4.
Un joven que rondaba los treinta años, frenó la marcha de la humanidad, la hizo dar media vuelta, y la encaminó por el sendero correcto. Su nombre es Jesús.
Cuando Jesús comenzó su ministerio, el mundo se dirigía hacia el abismo. Un impostor diabólico y su hueste de lacayos caídos de los cielos empujaban el carro de la humanidad hacia el despeñadero de donde nadie vuelve. Tenían a centenas de millares encerrados en la prisión del sepulcro. Con su palabra, sus acciones altruistas y su sacrificio vicario y expiatorio Jesús frenó la marcha macabra de la humanidad y la convirtió en marcha triunfal.
Le debemos todo a este Joven: el evangelio, la esperanza, el amor redentor, la paz y la vida eterna. Nunca podremos pagarle, y él no nos cobra. Se trata de regalos de amor. Pero sí podemos darle algo a cambio: nuestro amor incondicional. La salvación se trata de una transacción: corazón por corazón, martirio por martirio, vida por vida. Por él, hemos de estar dispuestos a todo.
A Jesús nuestra presencia lo llena de gozo. Para vivir por siempre con él solo necesitamos corresponder, alegrarnos con su presencia. Jesús ha de ser todo para nosotros, lo primero, lo último, lo mejor. Ha de inspirar nuestros mejores pensamientos y ha de despertar nuestras mejores emociones.
Se acerca el día en que veremos al humilde Joven que ganó nuestra salvación. Entonces habrá otra transacción. A cambio de la corona de espinas que colocamos sobre su cabeza, él nos ceñirá la corona de la vida. Sí, este Joven es noble. No nos va a leer el registro de nuestras acciones malvadas que lo llevaron a la cruz. No nos va a reprochar nuestro menosprecio y nuestro desprecio. En cambio, nos hablará dulces palabras de bienvenida, nos abrazará con sus brazos de Dios y Carpintero, y nos abrirá de nuevo las puertas del paraíso.