Suyas eran todas las aguas de la tierra, pero en su agonía no le dieron ni un sorbo. Creó los ríos, las cataratas que rugen al despeñar sus millones de toneladas de agua y el arroyo cantarín, pero a él lo condenaron a morir de sed. Creó los mares, de donde suben las nubes para regar la tierra, pero no tuvo acceso a una sola gota de lluvia.
El que hizo brotar aguas de la piedra para saciar la sed de los hebreos en el desierto; no tuvo una gota de agua cuando se calcinaba en su propia fiebre. El que caminó sobre las aguas del mar de Galilea, y las apaciguó con una orden, no tuvo quién humedeciera su sangrante boca.
No le fue fácil a Jesús obtener agua de los hombres. Junto al pozo de Jacob, una mujer no quiso darle de beber por el hecho de ser judío.» ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?» (Juan 4:9), le dijo la mujer, con sádica indiferencia. Ahora, en agonía, clamaba por agua y le ofrecieron vinagre (Mar. 15:36).
Refinado tormento. Los hombres le negaron el agua. Satanás parecía ganar. Cristo vino al mundo a ennoblecer a los hombres y el diablo a degradarlos. Ante la cruz, más que bestias salvajes los hombres eran cual demonios. Tanta crueldad provoca escalofríos, vergüenza. No hay hombre bueno. Todos somos malos, algunos una calca de los mismos demonios y, sin embargo, por ellos y por nosotros murió Jesús. “Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8).
Necesitamos almas sensibles, corazones que respondan al amor de Jesús. Necesitamos verlo cada día en la cruz, muriendo de sed y muriendo de amor. No permitamos que los afanes por ganarnos la vida o las pasiones juveniles nos alejen de la cruz. Acudamos al Calvario, y seamos tocados por el amor.