La verdadera madre, angustiada por su hijo, le dijo al rey: «Por favor, iSu Majestad! ¡Dele usted a ella el niño que está vivo, pero no lo mate!». 1 Reyes 3:26 (NVI).
Las rameras ante el rey Salomón
Un día, el rey Salomón, desde el sitial de juez, enfrentó un dilema. Ante él estaban dos mujeres cargando dos niños recién nacidos, uno vivo y el otro muerto. Las mujeres se disputaban el hijo vivo y repudiaban al muerto.
Eran dos rameras de Jerusalén que compartían la misma vida miserable y la misma habitación, y cometieron el mismo error: quedarse embarazadas. A su tiempo, parieron niños parecidos. La noche anterior, una de ellas había aplastado a su hijo mientras dormía. Al advertir que estaba muerto, acostó al bebé junto a su vecina y le hurtó el niño vivo. Ambas pedían justicia, y no había testigos. En realidad, sí había uno: Dios.
El Testigo divino impresionó la mente del juez de Israel y este ordenó a un guardia:
—Partan en dos al niño que está vivo, y denle una mitad a esta y la otra mitad a aquella (l Reyes 3:25, NVI).
Un grito de angustia retumbó en la sala:
—¡Por favor, Su Majestad! ¡Dele usted a ella el niño que está vivo, pero no lo mate! (vers. 26, NVI).
El iracundo grito de la otra mujer despejó cualquier vestigio de duda:
—¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo partan!
Salomón entregó el niño vivo a la primera mujer, y echó a la otra de la sala. Este no es un elogio a la sabiduría de Salomón. Tampoco es una denuncia de la prostitución y la promiscuidad. Es una exaltación del amor maternal.
Aunque ignoramos su nombre, la llamaremos «madre», porque esta flor deshojada por el vendaval de la lujuria y la necesidad, aun carente de pudor, mantuvo intacto el amor maternal. Antes de que el juez terrenal recurriera a su ingenioso ardid para descubrir la verdad, ya el Juez del universo reconocía su derecho y aplaudía su abnegación. —