Oh, sí me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no me dañe. 1 Crónicas 4:10.
Era un muchacho triste. Gestado con dificultad y parido con dolor, su madre lo llamó Jabes, que quiere decir débil, triste, y así le debilitó el espíritu. Pequeño y pobre, apocado y frágil, Jabes despertaba la compasión de pocos y la burla de muchos. Cuando los burladores se iban, Jabes se echaba en el rincón de la autocompasión y ahí lamía sus heridas emocionales. Hasta que cayó en la antesala del suicidio: la vergüenza de sí mismo.
A Dios le dolía la suerte del muchacho, y una noche le dio una visión. En ella, Jabes se vio a sí mismo ya no como la vergüenza de la familia, sino como un hijo del Rey. Con una oración Jabes le torció el brazo al destino. Esto es lo que pidió al Dios del cielo:
Oh, si me dieras bendición,
y ensancharas mi territorio,
y tu mano estuviera conmigo,
y me libraras de mal,
para que no me dañe (l Crón. 4:10).
Jabes creyó que Dios lo había tomado en serio. Unió a su ruego una voluntad irreductible, y una firme convicción de triunfo. El relato concluye con estas palabras: «Y le otorgó Dios lo que pidió»
Esa oración, ese esfuerzo y ese Dios compasivo cambiaron la historia de Jabes, al grado que entre la maraña de nombres de los ancestros del Redentor se abrió un espacio para registrar a Jabes y su metamorfosis emocional. Aquel que era el hazmerreír del pueblo se impuso a sus burladores. La Biblia dice: «Y Jabes fue más ilustre que sus hermanos» (1 Crón. 4:9).*
Todos tenemos la necesidad de realización. Pídele a Dios que te ayude a realizarte en la vida.
* La lectura de este día ha sido adaptado del libro de Alfredo Campechano, Vidas al límite, Pacific Press Publishing Association, 2017, p. 62.