«Hijo de hombre, a El te he puesto como centinela del pueblo de Israel. Por tanto, cuando oigas mi palabra, adviértele de mi parte al malvado:»Estás condenado a muerte». Si tú no le hablas al malvado ni le haces ver su mala conducta, para que siga viviendo, ese malvado morirá por causa de su pecado, pero yo te pediré cuentas de su muerte. En cambio, si tú se lo adviertes, y él no se arrepiente de su maldad ni de su mala conducta, morirá Por causa de su Pecado, pero tú habrás salvado tu vida». Ezequiel 3: 17-19, NBD
ANOCHE ME HALLABA EN VISIÓN en una reunión de nuestro pueblo, dando un decidido testimonio acerca de la verdad presente y del deber actual. Después de terminado el discurso, muchos me rodearon planteándome interrogantes. Querían tantas explicaciones acerca de cierto punto, y de otro punto, y de aquel punto de más allá, que dije: «Uno a la vez, por favor, no sea que me confundan»
Entonces les dirigí una apelación, diciéndoles: «Durante años ustedes han tenido pruebas fehacientes de que el Señor me había encomendado una misión. Esas pruebas no podrían haber sido más claras de lo que son. ¿Negarán ustedes lo que es evidente, ante las sugestiones de incredulidad de un hombre? Lo que me duele en lo más hondo de mi corazón es que, que ahora se sienten perplejos y dudan, tuvieron abundantes pruebas y la oportunidad de verificar, de orar y de darse cuenta de la realidad; y, a pesar de ello, no son capaces de percatarse de la naturaleza de los sofismas que se les presentan para influir en ellos a fin de que rechacen las advertencias que Dios ha dado para salvarlos de los engaños de estos últimos días».
Algunos han tropezado por el hecho de que yo dije que no pretendo ser profetisa, y han preguntado: «¿Por qué?».
No tengo más que añadir a lo que se me ha encomendado: ser la mensajera del Señor. Al comienzo de mi obra varias veces me preguntaron: «¿Es usted profetisa?» Siempre respondí: «Soy la mensajera del Señor». Sé que muchos me han llamado profetisa, pero yo no he reclamado ese título. Mi Salvador me declaró su mensajera indicándome: «Tu misión es la de proclamar mi Palabra. Tendrás que pasar por numerosas vicisitudes. De joven te aparté para llevar el mensaje a quienes yerran, para llevar la Palabra a los incrédulos y para que con la pluma y la voz, basándote en la Palabra, repruebes las acciones que no son correctas. Exhorta con la Palabra. Voy a abrir mi Palabra delante de ti. Mi Espíritu y mi poder estarán contigo.»
No temas a nadie, porque mi escudo te protegerá. No eres tú quien habla. Es el Señor que da el mensaje de advertencia y reproche. Nunca te desvíes de la verdad bajo ninguna circunstancia. Transmite la luz que yo te daré. Los mensajes para estos últimos días debieran escribirse en libros que perduren, a fin de testificar contra que se regocijaron una vez en la luz, pero que han sido impulsados a abandonarla debido a las influencias seductoras del mal».—Manuscrito 63, 26 de mayo de 1906, «Una mensajera».