Y Salomón dijo a Dios: Ti has tenido con David mi padre gran misericordia, y a mí me has puesto por rey en lugar suyo Dame ahora sabiduría y ciencia, para presentarme delante de este pueblo. 2 Crónicas 1:8, 10.
Si Dios te visitara esta noche en tu habitación y te dijera: «Pídeme lo que quieras , ¿qué le pedirías? A ver, piensa. ¿Le pedirías aprobar esa materia difícil que está atrasando tu carrera? ¿Le pedirías que echen a tu jefe, o que desaparezca tu peor enemigo en el trabajo? ¿O le pedirías una novia o un novio para casarte? ¿Pedirías dinero para asegurar el futuro de tu familia, o poder y fama? ¿Qué pedirías?
Salomón pidió sabiduría, ¡porque era un joven sabio! Los sabios son los que buscan sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado.
Pero Salomón pudo sobrellevar su historia porque se acordó de su Creador en los días de su juventud (ver Ecl. 12: l). Así comenzó a escribir su propia historia. Fue sabio. No pidió nada para sí, ni «riquezas, bienes o gloria» (2 Crón. 1:11, 12). Fue humilde y buscó al Señor (ver 2 Crón. 7:14).
Salomón tenía que gobernar una familia y un pueblo bastante complicados. Él fue el segundo hijo de la fatídica unión entre su padre, David, y Betsabé. Nació manchado. Mira qué linda familia tenía el futuro rey: cinco madrastras y algunos hermanastros bastante salvajes. Amnón violó a su hermanastra Tamar; y Absalón, el otro hermano, se vengó de aquel y lo mató (2 Sam. 13). Y tuvo un padre, el rey David, mezcla de héroe y villano, que de joven había sido pastor de ovejas, leyenda militar, poeta y líder espiritual. Pero ya adulto, en pleno ejercicio del poder real, se tornó en un Don Juan (2 Sam. I l). No fue fácil para Salomón haber sido hijo de un grande, y menos cargar con la historia de su familia. Creo que en ese ambiente familiar germinó la semilla que más tarde dio el fruto amargo de un Salomón desbordado por las mujeres (1 Rey. 11:1, 2).
Levanta los ojos al cielo, ¡para que veas que no eres el punto más alto del planeta! Quizá tu pasado no fue fácil. ¡No elegimos la familia! Pero Dios no hipotecará tu futuro por tu pasado. No importa de dónde vengas, hoy puedes comenzar a escribir tu propia historia de la mano de Dios. Esto es lo más maravilloso de tu fe en Cristo: ¡cada día es un nuevo amanecer!