Entonces clamó Sansón a Jehová y dijo: Señor Jehová, acuérdate ahora de mí, y fortaléceme […] para que de una vez tome venganza de los filisteos por mis dos ojos. Jueces 16:28.
En la meditación de ayer vimos que el Ángel del Señor visitó a la esposa de Manoa para anunciarle que tendría un hijo, a quien Dios había designado para salvar a Israel de la opresión filistea (ver Juec. 13:5). Este niño fue Sansón, que significa «el que sirve a Elohim». Consagrado nazareo («separado» para Jehová) desde su nacimiento, Sansón no debía cortarse el pelo ni tomar bebidas embriagantes, ni comer alimentos inmundos ni acercarse a muertos, como señal de entrega de su vida al servicio de Dios (ver Núm. 6).
Sansón había nacido con un destino prefijado: servir y librar a su pueblo del enemigo (verJuec. 13:5). Quizás haya sido la carga de un destino manifiesto lo que tornó rebelde al muchacho con el paso de los años. Su fuerza física era prodigiosa, pero inversamente proporcional a su fuerza mental. Ya joven, el nazareo dio varios pasos en falso. Y un mal paso preparó el camino a otro: se casó con una pagana, contraviniendo la voluntad de sus padre y, amó a las prostitutas; y remató su vida pletórica de sensualidad enamorándose de Dalila, una bella filistea de cabellos largos y de ánimo corto. Ella lo llevó a la muerte.
¿De dónde surgen las pasiones repentinas de un varón por una mujer? Cuando en una mujer convergen la levedad, cierta altanería interior y una vulnerabilidad que invita «a ser rescatada», el alma del varón se desborda, y queda conmovido y desafiado en un mismo instante. En ese punto, se pierde.
«Día tras día Dalila le fue instando con sus palabras hasta que ‘su alma fue reducida a mortal angustia’ […]. Vencido por último, Sansón le dio a conocer el secreto» (PP 549). Y, ya vencido, elevó la oración de nuestro texto.
No obstante su pecado, Dios jamás abandonó a Sansón. La promesa de Dios de que comenzaría «a salvar a Israel de manos de los filisteos se cumplió; pero ¡cuán sombría y terrible es la historia de esa vida que habría podido alabar a Dios y dar gloria a la nación!» (ibíd., p. 550).
¡Qué bueno que Dios jamás nos abandona! Sirvámoslo con alegría!