Esa noche, la sulamita afrentó a su esposo. Cuando ya se había lavado los pies y reposaba en su lecho, él llamó varias veces a la puerta y ella no quiso abrirle. Él metió la mano por la ventanilla, y ella se conmovió. Él no pudo abrir, y se fue.
Y entonces el amor venció. Ella se levantó y abrió, pero su amado había desaparecido. Desesperada, salió a buscarlo. Entre densas tinieblas, al frío viento nocturno, ella iba de un lugar a otro, palpando las paredes de las casas, tropezando con las piedras, hasta que se encontró con los guardas de la ciudad. Pero ella solo pensaba en su amado, y con doliente clamor les preguntó. «¿Habéis visto al que ama mi alma?» (Cant. 3:3).
Ellos no lo habían visto, pero la dejaron ir. Así prosiguió buscando al amado, hasta que lo encontró, herido por el puñal de su desdén. Ella lo abrazó, lo llevó a casa, cerró la puerta, disfrutó de su presencia, y dijo en su poema: «Lo así, y no lo dejé, hasta que lo metí en casa de mi madre, en la cámara de la que me dio a luz». Y para preservar el idilio suplicó a las doncellas: «Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, por los corzos y por las ciervas del campo, que no despertéis ni hagáis velar al amor, hasta que quiera» (vers. 4, 5).
Cuán frágil puede ser el amor humano ante la complacencia propia, pero cuán ferviente es cuando se despierta, pues aunque la esposa hiere al amado con el látigo del desdén, sus palabras delatan su ferviente amor. Ella lo llama «el que ama mi alma».
Esta es una historia de amor conyugal, con la fascinación del enamoramiento y la pasión de la entrega. Pero también presenta el otro lado de la moneda del matrimonio: la desesperación de quien ha perdido a su ser amado por negligencia. Pero el gozo del reencuentro hace olvidar la amargura de la separación.
Así es la relación matrimonial. No se trata de un eterno vals sobre las olas; a veces el amor se esconde tras las nubes de la incomprensión, pero pronto vuelve a brillar, siempre y cuando sepamos perdonar… y olvidar.