«Entonces él respondió y dijo: «Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» Juan 9: 25
ERA UN POBRE HOMBRE condenado a una vida de tinieblas. Por lo menos hoy el ciego puede aprender a leer y escribir en braille y tiene acceso a la cultura y al conocimiento de nuestro tiempo. Hoy hay ciegos ilustres, lumbreras de la sociedad, artistas, abogados, profesores, formadores de opinión pública. Pero en esos tiempos un ciego estaba condenado a una vida miserable, a pedir limosna en la calle y a depender de la caridad de las personas para poder vivir.
En opinión de los judíos, el ciego pagaba el precio de sus propios pecados o el de los pecados de sus padres. Existía entre los judíos la tradición de que el hombre pagaba por lo que hacía, justamente en las circunstancias en que ofendía a Dios. Así, según ellos, Sansón vivió para satisfacer sus ojos y los filisteos le quemaron los ojos. Absalón vivió para su cabello, y su cabello fue la causa de su muerte. O sea, en la vida de este pobre ciego no bastaba la vida de sufrimiento y miseria; tenía que cargar también el estigma de sus pecados o de los de sus padres.
Los seres humanos son así por naturaleza. Dios nos libre de caer en las celadas del enemigo, pero si un día caemos, que Dios nos libre de caer en el juicio de los hombres, porque la raza humana es implacable con ella misma.
El versículo de hoy nos coloca ante una vida sin futuro, sin sueños y sin perspectivas. Pero Jesús pasó por esa ciudad, y gloria a Dios por eso. Alabado sea su nombre porque un día Jesús vino a este inundo y encontró una raza sin futuro, sin sueños y sin perspectivas. Jesús era la luz y también la visión, y ante Jesús no hay tinieblas capaces de resistir. La oscuridad desapareció para ese hombre. La ceguera terminó. Sus ojos se abrieron para contemplar los colores nunca antes vistos, para mirar el azul infinito y contemplar la noche y la belleza del cielo estrellado. Sus ojos se abrieron para alabar el nombre de Dios, porque no existe salvación sin alabanza, no existe evangelio sin música, ni liberación sin cánticos.
El milagro había acontecido, pero a los hombres no le bastan los milagros. Una vida miserable condenada a la oscuridad, transformada ahora por el poder divino, nunca es suficiente para llevar a los incrédulos a creer. Un criminal que abandona su vida y llega a ser útil a la sociedad y a la familia, no es argumento suficiente para acabar con las dudas. Los hombres piden más pruebas. Quieren llevar todo al laboratorio, quieren analizar todo en el microscopio. Discuten, argumentan, cuestionan y racionalizan.
Sin embargo, el ciego responde: «Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo».
No hay en la historia mayor filosofía práctica. El mundo puede creer o no creer; argumentar y racionalizar todo lo que quiera. Yo no necesito decir nada. Yo sé que era ciego y ahora veo. El ciego había encontrado a Jesús y eso le bastaba.