Él dijo: «¿Quién eres, Señor?». Y le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón», Hechos 9: 5 (RV95).
Cuando era niño teníamos una pequeña granja cerca de Boulder, Colorado. Papá compró varias vacas lecheras para nuestro consumo y también para vender la leche. Fue a comprar las vacas y las llevaba en un remolque, una o dos a la vez, a nuestras cuadras. Ayudarlo fue un gran placer hasta que llegó con Queeney. Cuando papá y yo la bajamos del remolque, se fue al comedero. Poco después giró, me vio, y comenzó a correr hacia mí. Yo también corrí y salté la cerca; estuvo a punto de alcanzarme.
Sentí mucho miedo, así que siempre tuve cuidado de no cruzarme en su camino. Pero cuando me veía aproximarme al corral, se me acercaba. Como nos separaba la cerca, yo la provocaba. Evidentemente lo mismo le había sucedido en su hogar anterior, y no le agradaban los chicos.
Algunos meses después un cargamento de tubería se salió del camión y derribó a mi padre; se rompió el tobillo. Se lo enyesaron y no pudo trabajar durante varias semanas. Así que mi madre, mi abuela y yo tuvimos que ordeñar las vacas. Todas eran tranquilas, pero teníamos que sujetar a Queeney. Mamá ordeñaba las vacas en la mañana y a mí me tocaba en la tarde. La primera vez pasé con mucho cuidado de una vaca a otra. Pero cuando me senté en mi banquito a ordeñar a Queeney, de inmediato supo que tenía un ordeñador diferente. Volteó la mirada, me vio, y aun sujeta comenzó a dar coces. Me refugié entre dos vacas cercanas. ¡Caray, qué coces tan fuertes! Sentí alivio de no haber salido herido. Mamá terminó de ordeñar a Queeney y yo jamás volví a tocarla.
Saulo perseguía a los cristianos pero Dios al final lo detuvo, y le preguntó por qué. Le dijo a Saulo que no debía dar coces contra él. Queeney estuvo a punto de darme una coz porque soy humano, pero nosotros no podemos darle coces a Dios. Él nos invita, como invitó a Saulo, a buscarlo y aceptarlo. Acepta hoy invitación.