Entonces su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía. S. Mateo 18: 34
Hay personas que serían incapaces de matar, robar o adulterar, pero que también son incapaces de perdonar. «Pastor», me preguntan, «¿qué hago para poder perdonar? Yo quiero, pero no puedo».
El versículo de hoy está dentro de la parábola de los dos deudores. Había un rey que tenía dos siervos. Uno de ellos o debía el equivalente a 1.200.000 dólares. Era una cantidad incalculable, pero el siervo suplica: «Ten paciencia conmigo y yo te lo pagaré todo» (vers. 26). ¿Cómo podría un pobre trabajador juntar esa cantidad de dinero? Jesús exageró la suma a propósito, para mostrar al ser humano que la deuda con Dios no puede ser pagada con los esfuerzos del hombre. Nuestra única salida es confiar en alguien que pagó la deuda por nosotros.
La parábola muestra a un siervo perdonado que no creía en el perdón recibido. El rey había dicho: «Estás libre», pero el continuó pensando que debía pagar la deuda. Por eso salió buscando a las personas que le debían a él algún dinero. Encontró Encontró un consiervo suyo, a quien le había prestado 200 dólares, y comenzó a afligirlo y lo mandó mandó a prisión para que le pagara. Este siervo perdonado no era un hombre feliz. Vivía angustiado y desesperado. No tenía paz, porque pensaba que debía pagar lo que debía.
El resultado de toda la confusión interior era que él vivía atormentando a los demás, poseía una personalidad desagradable. Pensaba que nadie lo quería, vivía atormentado por el complejo de inferioridad y no era feliz.
La parábola termina con el versículo de hoy: «Entonces si señor, enojado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía». Los verdugos son aquí símbolo de los propios sentimientos de rencor, odio y resentimiento que atormentan el corazón del hombre que no aprendió aprendió perdonar.
Conocí a una persona que había sido disciplinada por la iglesia, pero que, en su opinión, era víctima de una injusticia, porque no era «culpable de nada». Para vengarse de sus disciplinadores, esta joven abandonó la iglesia y a entregó a una vida de promiscuidad. No quiso saber nada más de la Iglesia, ni de Jesús, ni de nadie. Descendió hasta lo más profundo en el pecado, pero no era feliz.
Se angustiaba por dentro; el complejo de culpa la atormentaba día y noche, hasta que un día tuvimos la oportunidad de conversar: «¿Por qué haces eso, sí no eres feliz?», le pregunté. «Ellos me disciplinaron injustamente y ahora quiero darles motivos de verdad para que la disciplina sea justa», me respondió.
No era feliz. Las personas culpables no se acordaban más de ella, y ella era la única que sufría, que lastimaba, se hacía sangrar y estaba muriendo poco a poco.
Esa mañana entendió que no perdonaba porque nunca había entendido el perdón de Dios hacia ella. Corrió a Jesús, sintió la paz que solamente Jesús puede ofrecer, y se levantó para buscar a sus ofensores y decirles que los amaba. El milagro había sucedido. El tormento había llegado a su fin.