«Jesús se quedó admirado al oír esto, y mirando a la gente que lo seguía dijo: «Les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe como en este hombre»». Lucas 7: 9, DHH
EL CENTURIÓN ROMANO oyó hablar de Jesús y la fe nació en su corazón, porque su semilla brota en nuestro ser cuando escuchamos y leemos la Palabra de Dios. Conocía la grandeza de Jesús, su poder curativo y su autoridad, por eso dijo: «Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo, por lo que ni aun me tuve por digno de ir a ti; pero di la palabra y mi siervo será sanado» (Lucas 7: 6, 7). El centurión sabía que si Jesús, como judío, entraba en casa de un gentil, quedaría ceremonialmente impuro. Por eso le pidió que tan solo pronunciara las palabras necesarias para que su siervo sanara. La fe da por sentado lo que todavía no ha ocurrido, nos da plena confianza en lo que sucederá, por eso cuando creemos, vemos.
La fe es un don de Dios que tiene su base en una dependencia absoluta de él, es la certeza de lo que se espera, una convicción de lo que no se ve (Hebreos 11: l). Algunos dicen que la fe no es ciega, al contrario, es el ojo que ve lo posible por suceder.
Los ancianos judíos habían recomendado al centurión a Cristo, diciendo: «Es digno» (Lucas 7: 4). Pero el centurión decía de sí mismo: «No soy digno» (v. 6). Sin embargo, el centurión confiaba en la misericordia del Salvador. Era un hombre amable y generoso.
Esa fe es la que necesitamos en este tiempo, una fe que cree en el Dios de lo imposible, lleno de poder y autoridad. «La fe ve a Jesús de pie como Mediador nuestro a la diestra de Dios. La fe contempla las mansiones que Cristo ha ido a preparar para aquellos que le aman. La fe ve el manto y la corona aparejados para el vencedor, y oye el canto de los redimidos» (Obreros evangélicos, cap. 56, p. 273).