«En esta misma ocasión le supliqué al Señor: “Señor, tú has comenzado a mostrar a este siervo tuyo tu grandeza y tu poder. No hay otro Dios en el cielo ni en la tierra que pueda hacer las cosas tan maravillosas que tú haces”». Deuteronomio 3: 23, 24, DHH
MOISÉS TUVO EL PRIVILEGIO de ver con sus propios ojos la grandeza, el poder y la gloria de Dios durante el cruce del mar Rojo, en la nube que guiaba a Israel de día en el desierto, en la columna de fuego que lo dirigía en la densa oscuridad o en el monte Sinaí. «Entonces dijo Moisés: “Te ruego que me muestres tu gloria”. [. ..] Luego dijo Jehová: “Aquí hay un lugar junto a mí. Tú estarás sobre la peña, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas, pero no se verá mi rostro”» (Éxodo 33: 18, 21-23).
Seguramente Moisés se encogió de miedo bajo la mano de Dios, con el rostro inclinado, los ojos cubiertos y el pulso acelerado esperando a que el Señor diera la señal. Cuando Jehová levantó su mano, los ojos de Moisés lograron vislumbrar sus espaldas, distantes y que iban desapareciendo. La gloria del Creador era demasiado grande para que Moisés pudiera soportarlo; un destello que se desvanecía tuvo que bastar. Puedo imaginar el cabello gris de Moisés, azotado hacia adelante por el viento, y su curtida mano asida de una roca saliente de la pared para no caerse. A medida que la ráfaga se calmó y se apaciguó, y sus mechones de cabello volvieron a reposar sobre sus hombros, se pudo ver el impacto. Su rostro resplandecía; era tan brillante como si estuviera iluminado por mil antorchas.
«Los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro» (2 Corintios 3: 7, RVA15). Así como Moisés, nosotros también veremos la gloria de Dios. Con una vida guiada por el Espíritu Santo, el pecado saldrá de nuestro corazón, y la luz del conocimiento de la gloria del Señor se revelará cada día en nuestras vidas.