‘No juzguen a nadie. ¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo. y no le das importancia a la viga que esta en el tuyo?» (Mat. 7:1-3).
Esperé a Mary, la cajera del banco que quería que me atendiera, ya que era la madre de uno de los compañeros de escuela de mi hijo. Su rostro brillaba cuando me reconoció, y me contó con felicidad: —¡Tenemos un diagnóstico para John! ¡Tiene parálisis cerebral!
—Oh, qué maravilloso! —respondí con felicidad a su gozo.
Inmediatamente, oí el grito ahogado de quienes estaban detrás de mí en la fila. Se alejaron un poco, espantados por la conversación que acababan de oír. Al no conocer las circunstancias detrás de mi gozo cuando escuché que un amigo de mi hijo tenía parálisis cerebral, habían juzgado mi respuesta como inapropiada.
Es tan fácil juzgar a otros según nuestro conocimiento y experiencias, sin conocer las circunstancias detrás de la situación. Estas eran las circunstancias del caso: menos de una semana después de haber nacido, John tuvo un alto grado de ictericia. Cuando solucionaron el alto nivel de bilirrubina en su organismo, la enfermedad lo dejó totalmente incapaz de mover brazos y piernas, y de emitir sonido. Durante los seis años anteriores a que yo los conociera, Mary y su esposo habían llevado a John a una serie de especialistas, buscando desesperadamente descubrir cuál era el problema. Sin un diagnóstico, no se podía hacer nada para ayudar al niño.
Hacía cuatro años que conocía a Mary y a John cuando John, con seis años, ingresó en el curso de mi hijo en una escuela de niños con discapacidades. Llegó en silla de ruedas, incapaz de mover los brazos y las piernas. Pero los ojos de John eran alegres, despiertos y alertas, llenos de diversión e inteligencia. Él seguía lo que sucedía a su alrededor y prestaba mucha atención en sus clases.
Ahora, cuatro años después, la búsqueda de diagnóstico finalmente había tenido éxito. Mary estaba exultante de gozo y esperanza, mientras seguía hablándome, sin darse cuenta de la reacción de espanto de quienes nos rodeaban.
—Me dicen que podrá hablar a los doce años, caminar a los dieciséis, y probablemente podrá graduarse con su curso a los dieciocho. ¡Oh, Darlene, ahora que tienen un diagnóstico saben cómo tratarlo, y mi John puede tener una vida!
No nos atrevamos a juzgar a otros por lo que pensamos que sabemos, ya que su vida diaria es diferente de la nuestra, y solo Dios conoce su situación. Que Dios nos dé sabiduría y discernimiento.
DARLENEJOAN MCKIBBIN RHINE
está jubilada y vive en Washington, EE. UU. Es licenciada en periodismo