Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes. Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resístanlo, manteniéndose firmes en la fe sabiendo que sus hermanos en todo el mundo están soportando la misma clase de sufrimientos» (1 Ped. 5:7-9).
Un mes de octubre, luego de varios días de fiebre y dolor de garganta, mi hija, Carolina, fue admitida en al pabellón de enfermedades infecciosas. Estaba en aislamiento ya que tenía neumonía y se sospechaba que también tenía gripe porcina (influenza HINI). Estábamos atónitos y desesperados. ¡Cómo podía ser! Carolina tenía solo veintidós años y nunca antes se había enfermado, y acababa de diplomarse. No estaba dentro del grupo de riesgo y no había estado en contacto con nadie que tuviera esa enfermedad. Era una chica llena de sueños.
Al día siguiente, los médicos la pasaron a la Unidad de Cuidados Intensivos, como precaución. Pero un día después, tuvieron que entubarla. ¡Cuánta angustia! Por varios días permaneció estable, pero su cuerpo no respondía a los medicamentos. Hablamos con sus médicos todos los días. Algunos días había buenas noticias y nos sentíamos esperanzados. Otros días, ella empeoraba.
Su caso era crítico. Su capacidad pulmonar estaba solo en el cuarenta por ciento, tenía fiebre alta y estaba tan hinchada que tuvieron que hacerle una traqueotomía. También le realizaron varias transfusiones de sangre, por anemia. Los resultados de los análisis confirmaron que tenía fiebre porcina y finalmente pudieron curarla, pero sus pulmones quedaron comprometidos. Sus médicos dijeron que solo un milagro podía salvar la vida de mi Carolina.
Vivimos en Bofete, una pequeña ciudad de Brasil, donde todos conocen a todos. La ciudad comenzó a movilizarse, reuniéndonos todos a orar. Comenzamos a pedir un milagro, porque solo un milagro podía salvar la vida de mi hija.
Después de treinta y cuatro días en Terapia Intensiva, Carolina pasó a Enfermería, donde se quedó veintidós días más. Le drenaron fluidos de sus pulmones. Tuvo que aprender a usar sus pulmones para respirar, caminar y a hablar de nuevo. Los médicos nos dijeron que su vida era un milagro, que había vuelto a nacer. ¡Y estamos seguros de ello! Hoy está completamente recuperada, y sin secuelas.
A través de todo este proceso, aprendimos a confiar más en el poder de la oración y a esperar en Dios, a depender de él. Cada día amamos más a Dios y, aunque no podemos entender algunas cosas, vemos la mano de Dios que obra en las vidas de quienes lo aman.