«Diciendo esto, les mostró sus manos y su costado. Se alegraron mucho cuando lo vieron». Juan 20: 20, PDT
EL LLEGAR A JERUSALÉN de vuelta de Emaús, los dos discípulos entraron por la puerta oriental, que permanecía abierta de noche durante las fiestas. Las casas estaban oscuras y silenciosas, pero los viajeros siguieron su camino por las callejuelas a la luz de una luna creciente. Se dirigieron al aposento alto, donde Jesús había pasado las primeras horas de la última noche antes de su muerte. Sabían que allí habían de encontrar a sus hermanos. Aunque era tarde, sabían que los discípulos no dormirían antes de saber con seguridad qué había sido del cuerpo de su Señor. Encontraron la puerta del aposento atrancada. Golpearon la puerta, pero no recibieron respuesta. Todo estaba en silencio. Entonces dieron sus nombres. La puerta se abrió cautelosamente; ellos entraron y Otro, invisible, entró con ellos. Luego la puerta se volvió a cerrar para impedir la entrada de espías. Los viajeros encontraron a todos sorprendidos y emocionados. Las voces de los que estaban en el recinto estallaron en agradecimiento y alabanza diciendo: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón» (Luc. 24: 34). Entonces los dos viajeros, jadeantes aún por la prisa con que habían regresado, contaron la historia maravillosa de cómo Jesús se les había aparecido. Apenas acabado su relato, y mientras algunos decían que no lo podían creer porque era demasiado bueno para ser verdad, derepente vieron a Otra persona. Todos los ojos se fijaron en el extraño. Nadie había llamado para pedir entrada. No se había oído ninguna pisada. Los discípulos, sorprendidos, se preguntaban qué estaba pasando. Oyeron entonces una voz que no era otra que la de su Maestro. Claras fueron las palabras de sus labios: «Paz a ustedes» (vers. 36, NVI). […] Contemplaron ellos las manos y los pies heridos por los crueles clavos. Reconocieron su voz, que era como ninguna otra que hubieran antes oído. «Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y del asombro, les preguntó: «¿Tienen aquí algo de comer?» Le dieron un pedazo de pescado asado, así que lo tomó y se lo comió delante de ellos» (vers. 4143, NVI). «Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor» (Juan 20: 20). La fe y el gozo reemplazaron a la incredulidad, y con sentimientos que no podían expresarse en palabras, reconocieron a su resucitado Salvador. — El Deseado de todas las gentes, cap. 84, pp. 759-760.
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“Una Religion Radiante”
Por: Elena G. de White