«Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse». Mateo 5: 14, NVI
NOEMÍ Y ELIMELEC, JUNTO A SUS DOS HIJOS, Malón y Quelión, se mudaron de Belén de Judá a los campos de Moab debido a una gran sequía en Palestina que provocó escasez de cosechas y una gran hambruna. La distancia que recorrieron hasta Moab equivalía a varios días de camino alrededor del Mar Muerto. Moab era una tierra fértil, de ganadería y agricultura.
Noemí pasó por difíciles pruebas. Ella y su familia vivieron en Moab durante diez años. En ese tiempo murió su marido y también sus dos hijos, quienes se habían casado en Moab, uno con Orfa y el otro con Rut, ambas moabitas. Las tres mujeres se quedaron solas y tenían que buscar cómo sobrevivir. A Noemí le llegó la noticia de que el hambre ya había cesado en las tierras de Palestina y se comenzaban a recoger buenas cosechas. Entonces, Noemí dijo a sus nueras: «Andad, volveos cada una a la casa de su madre. Que Jehová tenga de vosotras misericordia, como la habéis tenido vosotras con los que murieron y conmigo» (Rut l: 8).
Durante los diez años en Moab, Noemí hizo un trabajo misionero excepcional. No perdió el tiempo y aprovechó cada oportunidad de testificar de Dios. Les habló de él a sus hijos y a sus nueras, predicó con su testimonio, con una vida piadosa, con un trato social lleno de amor y misericordia. Noemí amaba mucho a sus nueras y lo demostraba. Orfa y Rut, al ser moabitas, tenían una cultura, prácticas y costumbres distintas a las de sus maridos. Sin embargo, Noemí jamás intentó cambiárselas, sino que convivió con ellas sin perder sus creencias y mostró amor hacia Dios y hacia ellas. Una de las características más admirables de Noemí fue su actitud para socializar con personas que tenían otras formas de pensamiento. Cuando llegaba el momento de orar, de acuerdo a la costumbre hebrea, ella se apartaba para hacerlo; cuando llegaba el momento de recibir el sábado, ella lo hacía con sus hijos y su marido. Luego de que ellos murieron, llevaba a cabo todas esas costumbres sin decirles a sus nueras que tenían que hacer lo mismo.
Las acciones valen más que las palabras. Nuestro testimonio es más poderoso que lo que hablamos. Que nuestra vida hable de Cristo.