«Restáuranos, oh Dios; haz resplandecer tu rostro, sobre nosotros, y sálvanos»
(Sal. 80:3).
Tuve el’ privilegio de asistir al congreso de la Asociación General de mi Iglesia en Atlanta, EE. UU., el verano de 2010. Fue una experiencia hermosa. La presencia de Dios estaba en medio de nosotros; podíamos sentirla.
Tres de mis hermanas de iglesia y yo reservamos una habitación en un hotel precioso, a solo diez minutos de distancia caminando desde el Georgia Dome, donde se realizaban las reuniones. Sin embargo, a veces, cuando estábamos llegando tarde a alguna sesión, tomábamos un taxi hasta allí.
Tres días después del Comienzo del congreso, recibí una llamada de mi hermana desde Jamaica. Mi hermano había sufrido un derrame cerebral y lo estaban transfiriendo a un asilo. Fui a la casa de una prima para compartir mi tristeza y a fin de que me ayudara a hacer los arreglos necesarios para viajar a Jamaica. Cuando fui a buscar mi tarjeta de crédito para pagar el pasaje, descubrí que no tenía mi billetera.
No estaba terriblemente preocupada. Había pedido a Dios que me guiara y sabía que él estaba al control. Pero, haciendo memoria, me di cuenta de que hacía ya dos días que mi tarjeta de crédito, tarjeta de débito, licencia de conducir y otros documentos importantes estaban perdidos, y !tenía que encontrarlos! Oré y volví sobre mis pasos, en busca de la billetera. Fui al mostrador de objetos perdidos, en una zona en la que había pasado mucho tiempo; pero mi billetera no estaba allí. Volví al hotel. Pregunté en todas las tiendas y los restaurantes en el camino, pero nadie había visto mi billetera.
Un poco después, volví a preguntar en el hotel. La recepcionista pareció sorprendida al verme. «Un taxista la estaba buscando», me dijo. Me explicó que, como mi nombre no estaba en el directorio de huéspedes, no podían encontrarme. Entonces buscó el número de teléfono del taxista, marcó y me pasó el teléfono.
Un ratito después, el taxista llegó a la recepción. Él tenía mi billetera. «Debe de habérsele caído cuando subió al auto», me dijo al dármela. No pude evitar alabar al Señor. Compartí mi testimonio con él, contándole de la gloriosa bondad de Dios. En ese momento no le di propina, pero insté a mis amigos a usar su servicio cuando fuimos al aeropuerto. Entonces, le dimos una propina sustanciosa y un libro de salud, para demostrar nuestra gratitud. Como dice el viejo himno: «El Salvador me guía por todo el camino, ¿qué más puedo pedir?»