«Por lo tanto, Cristo en verdad nos ha liberado. Ahora asegúrense de permanecer libres y no se esclavicen de nuevo a la ley». Gálatas 5: 1, NTV
Dios creó al ser humano como un ente racional, con la dignidad propia de un ser dotado de iniciativa y dominio de sus actos. El libre albedrío se basa en la capacidad de tomar decisiones voluntariamente sin ninguna coacción externa, y es un don que Dios nos dio al hacernos a su imagen. y semejanza. La libertad siempre supone decidir entre amar a Dios o no; escoger entre el bien y el mal. El pecado no puede ser explicado, y en la Biblia se dice que es un misterio, sin embargo el libre albedrío también conlleva la oportunidad de escoger el mal. Ofrecer libertad implica un riesgo, sí; pero merece la pena afrontarlo, y Dios lo sabía.
Por otro lado, a medida que practicamos el bien, nos hacemos más libres, porque la verdadera libertad radica en servir al bien y a la justicia. Elegir la desobediencia y el mal constituye un abuso de la libertad, y nos conduce a ser esclavos del pecado.
Ejercemos nuestra libertad constantemente en las relaciones interpersonales, y es que todos tenemos derecho a elegir. No obstante, nadie debe coartar la libertad ajena, puesto que es un don divino, y cuando evitamos que otros ejerzan esa libertad conferida por Dios les restamos dignidad. Sigamos el ejemplo de Dios, quien respetó nuestra libertad al punto de hacer que su Hijo muriera para liberarnos.
La autodeterminación también conlleva que seamos responsables de nuestras decisiones. Por eso, cuando Adán pecó, Dios le preguntó: «¿Qué es lo que has hecho?» (Génesis 3: 13). También le dijo a Caín: «¿Qué has hecho?» (Génesis 4: 10). Y, de igual manera, cuando David cometió adulterio y asesinato, Natán le preguntó: «¿Por qué, pues, has tenido en poco la palabra de Jehová, y hecho lo malo delante de sus ojos?» (2 Samuel 12:9).
Cristo nos hizo libres del pecado, para que, por medió de esa libertad, escojamos servirle y formar parte de su pueblo fiel hasta el final.