«Por la mañana, volviendo a la ciudad, tuvo hambre. Y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: «Nunca jamás nazca de ti fruto». Y luego se secó la higuera». Mateo 21: 18, 19, RV60
TRAS PASAR LA NOCHE en Betania, Jesús se dirigió por la mañana a Jerusalén. Caminando por las veredas con sus discípulos, sintió hambre y se acercó a una higuera para comer. La planta estaba llena de hojas, y por ello supuso que tenía abundantes frutos; pero como su apariencia era engañosa, Jesús la maldijo.
Los discípulos se sorprendieron, pues ese lio era el proceder habitual de Jesús. Lo habían oído decir que no había venido a condenar al mundo, sino a salvarlo; habían conocido a un Jesús restaurador y sanador, no destructor. No deseaba la muerte de nada, pero con este gesto dio un mensaje claro a su pueblo: el que no diera frutos sería desechado.
Israel había perdido de vista su misión y se había convertido en un pueblo arrogante. Su religión devino en puro formalismo, en ceremonias vacías que no transformaban los corazones. Así como la higuera fue plantada para servir al hambriento y al sediento, Israel nació para servir a la humanidad.
Esta amonestación es para todos los tiempos y todos los cristianos: nadie puede cumplir la ley de Dios sin servir a otros. Debemos vivir una vida llena de misericordia y abnegación; debemos experimentar el arrepentimiento y ser humildes.
Al maldecir la higuera, Cristo mostró cuán abominable es aparentar lo que no somos. Declaró que todo lo que es apariencia de piedad y falsa religión debe ser transformado.
«Esta higuera estéril con su ostentoso follaje ha de repetir su lección en cada época hasta el fin de la historia de este mundo […]. Si el espíritu de Satanás en los días de Cristo se introdujo en los corazones de quienes no habían sido santificados, para contrarrestar los requerimientos divinos a esa generación, seguramente también intentará ingresar en las profesas iglesias cristianas de nuestros días» (Elena G. de White, El Cristo triunfante, p. 258).
Cristo desea limpiarnos de lo inservible para transformarnos en hombres y mujeres a su imagen y semejanza. Pidamos al Señor que transforme nuestro corazón.