«Oh Señor, fuerza mía y fortaleza mía, mi refugio en el tiempo de la aflicción». Jeremías 16: 19, RVA15
AL FINALIZAR MI LICENCIATURA en la Universidad de Curazao tenía el inmenso deseo de continuar con mi maestría en el extranjero. Pero ¿cuál de las miles de universidades en el extranjero sería la que finalmente me proporcionaría el conocimiento y la preparación académica que tanto anhelaba? En medio de mis dudas y ruegos al Señor se presentó la oportunidad que había esperado: el gobierno de Curazao empezó a dar becas para estudiar en Latinoamérica. Al fin podría ingresar a una de esas universidades adventistas.
Tras orar y estudiar las posibilidades me fijé en la Universidad de Montemorelos, en México. Al contactar la institución me dijeron que uno de los requisitos para poder ingresar como estudiante extranjero era la visa de estudiante. Como no había una embajada o consulado mexicano en Curazao decidí solicitar la visa de estudiante en Trinidad y Tobago. Todo iba de maravilla. Llegué a la isla y fui con maletas y todo al consulado, pero al llegar me notificaron que la impresora no funcionaba. Todos los solicitantes debían esperar o regresar el día siguiente. Cuando regresé el día siguiente me dijeron que tenía que esperar al día siguiente, y luego al siguiente… y al siguiente… Y así se prolongó la situación durante varios días.
Ya casi al final de mi estancia en la isla, fui a la embajada como había estado haciendo durante varios días. Tras haber hablado con el cónsul, y otra vez no recibir mi visa, decidí esperar unos momentos más. Antes de salir, me detuve por algunos segundos en su oficina para orar por última vez, luego salí del edificio. Unos veinte minutos después de haber salido recibí una llamada telefónica: «Señorita Leal, su visa de estudiante está lista». De inmediato regresé a la oficina para retirarla.
Hoy, al leer este mensaje, ya han transcurrido tres años desde que Dios me dio la oportunidad de estudiar fuera de mi país, y dos años desde que terminé mi carrera en la Universidad de Montemorelos. Quiero animarte a confiar en el tiempo del Señor. Llévale tus peticiones en oración y deja que él se encargue de tu vida. Al final podrás declarar: «El Señor no se tarda en cumplir su Promesa».