«No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes» (Mateo 7: 1).
UN DÍA, cuando iba hacia la iglesia, me crucé por el camino con una joven a la que no conocía de nada, pero aun sí, la saludé:
—Hola —le dije.
—Hola, cómo está —me saludó ella también con mucha educación. Y seguí mi camino. Simplemente había sido un gesto de cortesía y no pensé más en el asunto. Entré al templo, canté, oré, escuché el sermón, saludé a algunos amigos y hermanos, y salí con mi familia para la casa. En el camino, me encontré de nuevo con la misma joven.
—Hola, gusto en verla —me dijo ella, obviamente acordándose de nuestro encuentro anterior.
No le di mayor importancia al asunto, que al fin y al cabo no tenía ninguna importancia, pero días después, cuando estaba yo en la universidad, me volví a encontrar con la misma joven. Esta vez ella no iba sola, sino con un bebé.
—Hola, qué lindo tu bebé —le dije.
—Gracias —me respondió, y se fue, sin decir nada más.
Me pareció un poco brusca, pero no pensé más en ello. Terminé de hacer lo que me había llevado a la universidad y, cuando regresaba a casa, ¿puedes adivinar?, me encontré con la misma muchacha, pero sin bebé. Pasó por mi lado y ni siquiera me saludó, aunque yo me di cuenta de que me había visto. «Vaya, qué extraño —pensé—. A veces saluda, a veces no, así son los jóvenes de hoy, parece que no recibieron educación ni entienden de buenos modales». En mi mente, yo ya había llegado a la conclusión de que aquella muchacha era una maleducada.
Pasaron varios días y volví a cruzarme con ella (parecía que formara parte de mi vida). La saludé y me saludó con cariño. Entonces, para resolver mi duda, le pregunté por qué unas veces me saludaba y otras veces no. Se sonrió y me dijo que tenía una hermana gemela, un poco tímida; me dijo que ella tenía un bebé y que su hermana era soltera. ¡Por fin había resuelto el misterio! Y aprendí una lección: no juzgues a nadie sin conocer su historia. ¡Creo que el versículo de hoy tiene toda la razón!