«Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire». 1 Tesalonicenses 4: 17
LOS JUSTOS VIVOS son transformados «en un momento, en un abrir y cerrar de ojos». A la voz de Dios fueron glorificados; ahora son hechos inmortales, y juntamente con los santos resucitados son arrebatados para recibir a Cristo su Señor en los aires. Los ángeles «juntarán a sus escogidos de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mat. 24: 31). Santos ángeles llevan niñitos a los brazos de sus madres. Amigos, a quienes la muerte tenía separados desde largo tiempo, se reúnen para no separarse más, y con cantos de alegría suben juntos a la ciudad de Dios.
En cada lado del carro celestial hay alas, y debajo de ellas, ruedas vivientes; y mientras el carro asciende las ruedas gritan: «Santo!» y las alas, al moverse, gritan: «Santo!» y el cortejo de los ángeles exclama: santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso!» Y los redimidos exclaman: mientras el carro avanza hacia la nueva Jerusalén.
Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador les entrega a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. Las huestes resplandecientes son dispuestas en forma de un cuadrado en derredor de su Rey, cuya majestuosa estatura sobrepasa en mucho a la de los santos y de los ángeles, y cuyo rostro irradia amor benigno sobre ellos. De un cabo a otro de la innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en él, todo ojo contempla la gloria de Aquel que fue «tan desfigurado, que apenas parecía un ser humano, y por su aspecto, no se veía como un hombre» (Isa. 52: 14, NTV).
Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio «nombre nuevo» (Apoc. 2: 17)’ y la inscripción: «Santidad a Jehová». A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el arpa brillante. Luego de que los ángeles al mando dan la nota, todas las manos tocan con maestría las cuerdas de las arpas, produciendo dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de agradecimiento. «Al que nos ama y que por su sangre nos ha librado de nuestros pecados, al que ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes al servicio de Dios su Padre, ¡a él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos!» (Apoc. 1: 5-6′ NVI).— El conflicto de los siglos, cap. 41, p. 628.