“¡Sean fuertes y valientes! No tengan miedo ni se desanimen” (2 Crónicas 32:7).
Un hombre iba de pueblo en pueblo recogiendo donaciones para la institución para la que trabajaba. Sus arcas se iban llenando poco a poco de monedas y billetes. Cuando ya estaba a punto de regresar a casa con la tarea cumplida, se cruzó con un ladrón. El ladrón, sabiendo que podía llevarse un buen botín de aquel “encuentro”, sacó su pistola y gritó:
-¡Manos arriba! ¡Esto es un asalto!
El hombre, aterrado, le entregó inmediatamente todo el dinero que había recogido, aunque no era de él. Y para guardar las apariencias y no parecer un cobarde, le pidió al delincuente:
-Por favor, hazme un agujero de bala en la ropa que llevo puesta. Al menos, así podré decir que no tuve más remedio que entregar el dinero, porque me dispararon. El ladrón, riéndose, contestó:
-No puedo dispararte porque nunca llevo balas en el revólver. Basta con mostrar el arma, y todo el mundo hace lo que le digo.
Entonces, el recaudador se armó de valor y se abalanzó sobre el malhechor. Así fue como recuperó el dinero. Aunque en el fondo sabía que no era ningún valiente, sino todo lo contrario, y que le había faltado valor.
Es fácil decir a los demás que hay que ser valientes, pero otra cosa es cuando nosotros mismos enfrentamos circunstancias difíciles, momentos en que nuestra valentía brilla por su ausencia. Existen realmente situaciones y problemas muy complicados ante los cuales nos acobardamos todos, niños y grandes. Lo único que podemos hacer es confiar en Jesús; saber que él nos ayudará a enfrentarlos. Sin él, es prácticamente imposible ser valientes de verdad.
¿Qué te parece si hoy pides a Jesús que te dé valor para intervenir ante las injusticias, para defender tu fe, o para hacer aquello que no te atreves a hacer, pero que sería bueno que hicieras? Él responderá a tu oración.