«Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis 3: 20).
Un día, cuando mi esposo llegó a casa de un viaje misionero, anunció que traía un regalo para mí. El regalo resultó ser una niña de un orfanato. Inmediatamente la abracé y la besé. La niña estaba encantada de encontrar un hogar, pero no estaba lista para dejar atrás la huella dejada por sus últimos diez años. Empezamos a enseñarle inglés y la educamos en casa hasta que tuvo el nivel de su grado.
Lo más difícil fue educarla en la iglesia, donde era incapaz de permanecer sentada. A menudo le daba un empujoncito cuando necesitaba «un recordatorio». Ella me ignoraba. Después la apretaba suavemente y ella se movía hacia el otro extremo de la banca, donde yo no podía alcanzarla. No le importaba avergonzarme. Pero debo decir que ha crecido y me ha traído mucha alegría, En nuestra familia, nos damos unos a otros empujoncitos cuando necesitamos ayuda en público. Un pequeño empujón, una palabra suave, puede ayudar a mejorar un comportamiento.
En la Biblia, Dios nos dice que viene a nuestra puerta y golpea suavemente. Cuando lo amamos, con alegría escuchamos su voz y le damos la bienvenida a nuestros corazones. Qué preciosos momentos los que compartimos juntos comunicándonos.
Después de la gran victoria de Elías en el Carmelo con los profetas de Baal (ver I Rey. 18), Dios tenía más trabajo que encomendarle a Elías. Pero temiendo la venganza de la reina Jezabel, Elías huyó al desierto. Tras días de camino, el profeta se derrumbó, pidiendo a Dios que lo dejara morir. A cambio, Dios le Permitió dormir. Y luego envió a un ángel para que alimentara al profeta hambriento. El ángel se acercó a Elías con «un toque suave y una voz agradable» que Contenía «compasiva ternura» (Profetas y reyes, cap. 12, pp. 109). En el Monte Horeb, Dios podría haber gritado sus órdenes a través del viento, un terremoto o fuego. Pero decidió revelarse a sí mismo en «una tranquila vocecita». El temor de Elías desapareció, Su confianza regresó. Volvió a trabajar hasta que Dios lo llevó a casa) al cielo, donde nos quiere llevar algún día a nosotras.
Mientras tanto, estemos despiertas y seamos obedientes a los pequeños empujoncitos del Espíritu Santo. Abramos la puerta de nuestros corazones a la comunión íntima con él.