«Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor». 2 Corintios 3: 18, RVA
CUANDO RECIBE LA ILUMINACIÓN del Espíritu de Dios, el creyente contempla la perfección de Jesús, y al considerarla, se regocija con gozo indescriptible. En sí mismo ve pecado y desesperanza; en el Redentor ve un carácter inmaculado y un poder infinito. El sacrificio que Cristo hizo, a fin de poder impartirnos su justicia, es el tema en el cual podemos meditar con entusiasmo cada vez más intenso. El yo no vale nada; Jesús es supremo. […]
El poder transformador de la gracia puede hacer de nosotros «participantes de la naturaleza divina» (2 Ped. 1: 4). En Cristo ha resplandecido la gloria de Dios, y al contemplar a Cristo, contemplamos su abnegación, recordando que «en él habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad» (Col. 2: 9), y el creyente se acerca cada vez más a la Fuente de poder.
Es absolutamente esencial que tengamos la iluminación del Espíritu de Dios porque únicamente así podemos ver la gloria de Cristo, y al contemplarlo nuestro carácter se transforma debido a nuestra fe en Cristo y por medio de ella. Tiene gracia y perdón para toda alma. Al mirar por la fe a Jesús, nuestra fe atraviesa las sombras, y adoramos a Dios por su maravilloso amor al dar a Jesús el Consolador.
El pecador puede llegar a ser un hijo de Dios, un heredero del cielo. Puede levantarse del polvo y permanecer revestido con la vestidura de la luz. Con cada paso que da, el Señor ve nuevas bellezas en Cristo, y se asemeja más y más a él en carácter.—– Manuscrito 20, 1892.