«Estad quietos y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra» (Salmo 46: 10).
Mi día empezó en oración y estudio de la Biblia con Jesús, mi mejor Amigo. Al poco tiempo, el resto de la familia comenzó a corretear, alistándose para ir a la iglesia. Alabo su nombre ya que, después de terminar mi tiempo devocional, continué escuchando la voz de su Espíritu. Y Dios pudo usarme ese día de una manera sencilla pero poderosa para tocar una vida.
Luego del programa de Escuela Sabática, reuní a mi familia y buscamos asientos para la hora del culto divino. El culto transcurrió como de costumbre, pero mientras estábamos de pie para la adoración, miré por encima del hombro y vi que una mujer que no era miembro de nuestra iglesia se sentó en la banca de atrás. Era una mujer muy linda, bien vestida, con una bufanda que se veía muy cara y que cubría con mucho estilo su cuello. Su peinado, muy bien hecho, le proporcionaba el toque final a su porte elegante. La forma en que se comportaba denotaba confianza en sí misma. Sus elegantes y señoriales gestos dejaban ver a una persona en perfecto control de su vida. «¡Esta mujer sí que tiene estilo!», pensé. Aunque bien sé que las apariencias engañan.
Luego de cantar el himno de apertura, oí una fuerte voz en mi mente que me dijo: «Voltéate y saluda a la mujer». «Lo haré —pensé—, pero en un momento más conveniente». En la quietud de mi corazón, oí de nuevo: «Voltéate y saluda a esa mujer». Temerosa de hacer el ridículo, continué resistiendo aquella fuerte impresión. Una vez más, oí la voz que me hablaba más fuertemente: «Voltéate ahora, ¡no esperes!». Entonces entendí que era el Espíritu Santo quien me hablaba. Asombrada, respondí en mi mente: «Está bien, Señor, escucharé tu voz. Ahora mismo voy a saludarla».
Es fácil para nosotras buscar la comunión y la amistad con Dios a solas en el silencio de la mañana. Sin embargo, pasarnos de esa quietud al trajín del día, e incluso a la iglesia, y olvidamos que él desea que sigamos escuchando su voz y experimentando su compañía durante el resto del día.