«Sigan ustedes mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo» (1 Cor. 11:1).
Un día, un pastor se acercó a un joven de su iglesia y le dijo:
-¿Ves a esa familia que se sienta en el primer banco? ¿Quieres saber cómo se convirtieron?
-Sí, me encantaría -respondió el joven.
-Se convirtieron por una simple sonrisa -respondió el pastor.
-¿Qué? ¿Pero eso es imposible? Por favor, cuénteme cómo sucedió -quiso saber el muchacho.
-Un día iba yo caminando por la calle, cuando vi que tras una ventana se asomaba un niño de unos diez años. Me sonrió y yo le sonreí, y lo saludé a la distancia.
Al día siguiente, volví a pasar por allí, y esta vez el niño de la ventana estaba acompañado de otro niño. En cuanto los vi, les sonreí con entusiasmo y los saludé a la distancia. Ellos me devolvieron el saludo. Al otro día, había una persona más con ellos, y de nuevo les sonreí, los saludé y seguí mi camino. Pero al otro día, detrás de la ventana estaba la familia a pleno, incluida la mamá. Cuando vi a la mamá, le dediqué una sonrisa especial, un saludo especial, y me detuve a mirarla un poco más de tiempo.
Luego, seguí mi camino.
-¿Y qué más pasó? -escuchaba el joven con impaciencia.
-Al día siguiente, yo me dirigía a la iglesia y los niños me siguieron. Me escucharon predicar, y pensaron que yo era el mejor predicador del mundo. Aunque, ¿te digo la verdad? El sermón que más les gustó fue un sermón sin palabras. Fue mi sonrisa la que los conquistó. Ahora asisten a la iglesia los tres hijos, el papá y la mamá.
¿Te das cuenta? A veces, el mejor sermón que podemos predicar acerca de Jesús es simplemente ser amables. Un gesto de generosidad, una sonrisa, una palmadita en el hombro, pedir a un niño que está solo que juegue contigo, ofrecer tu bebida a alguien que no tiene qué beber… son miles las pequeñas cosas que podemos hacer que mostrarán a la gente cómo es Jesús. Para ser un gran predicador, solo tienes que mostrar pequeños gestos que indiquen que Jesús vive en tu corazón.